Roma, Auditorio Parco della musica, sábado 12 de marzo de 2022, 18:00 horas

Expectación grande y jubilosa presencia de un público multinacional para esta única representación en formato de concierto de Turandot, que la Orquesta de Santa Cecilia incluye como sesión extraordinaria de su temporada 2021/22, al hilo de la grabación en estudio de la obra que en el curso de los últimos días los mismos intérpretes (con la distinguida inclusión del tenor Michael Spyres, inicialmente anunciado también para el concierto, en el breve papel de Altoum) han completado.

Auditorio "Parco della musica" (Arquitecto Renzo Piano)

Turandot, no hace falta insistir en ello ante la popularidad y difusión que ha alcanzado, es la última de las óperas escritas por Puccini ; y también, al decir de algunos distinguidos estudiosos de su obra, la más moderna de todas ellas, la que logra incorporar las innovaciones de su tiempo en la técnica compositiva sin merma de su accesibilidad para todos los públicos, que le han tributado su favor desde el momento de su estreno en 1926, merced a su encendido lirismo y a la sólida concisión de su construcción dramática.

Ópera para voces, que exige en sus roles principales tres tipos vocales bien contrastados : un tenor de tintes heroicos, Calaf, que ha de ser capaz de dar expresión al sentimiento amoroso, en cierto modo un compendio de las virtudes y atributos del tenor italiano, que habitualmente se entiende que se halla destinado a voces de la categoría spinto, como la del primer protagonista, el español Miguel Fleta ; una soprano dramática, Turandot (la polaca Rosa Raisa en el estreno), cuyo cometido es tan breve como exigente, que debe poseer un registro agudo rutilante, capaz de traspasar el muro de la masa instrumental (lo que ha determinado que en la práctica ejecutiva de la obra se acerquen al personaje, en un momento u otro de su carrera, las cantantes habitualmente dedicadas a Wagner), y a la que desde el punto de vista interpretativo se le reclama una variedad de registros, desde el desdén y hasta la crueldad con que en un inicio se presenta hasta el deshielo o humanización por el poder transformador del amor que, a la manera de una « Ariadne en China », ha de transmitir en el dúo final ; y una soprano lírica, Liù (la italiana Maria Zamboni en el estreno), último avatar en la galería de personajes femeninos enamorados, sensibles y sufrientes salidos de la pluma del compositor, que de manera quizá paradójica es el que consigue en la mayor parte de las ocasiones obtener los más nutridos aplausos del público, ante el carácter tan intenso como exquisito, y en todo caso profundamente conmovedor, de los dos grandes momentos solistas que tiene destinados, la breve exhortación Signore ascolta en el acto primero, y todavía más importante, la escena que culmina con su suicidio en el acto tercero, Tu che di gel sei cinta.

Ópera también, y quizá todavía más, para gran efectivo coral y orquestal, los más nutridos que Puccini ha empleado a lo largo de su carrera, incluidas voces blancas y una importante sección de percusión, porque el cuarto personaje más importante de la obra es seguramente el popolo di Pekino que viene interpelado desde la inicial alocución del Mandarín, que protagoniza todo el segmento inicial del acto primero, colectivos tan anónimos como reales, que al igual que en otros momentos de la historia de la humanidad lejana y reciente a los que no hace falta referirse con mayores detalles, presencia entre contradictorios impulsos de silencio, horror, inquietud, ambivalencia y cobardía, las acciones aparentemente destinadas a otros, de quienes en realidad determinan su destino colectivo. Y ópera, desde luego, para un director que sea capaz de organizar los fastuosos elementos que se encuentran a su disposición, que sea afín a la dispar y deslumbrante herencia del o de los modernismos estéticos y musicales del primer tercio del siglo veinte, que atienda tanto a la incandescencia trágica de la peripecia de los protagonistas principales como al contrapunto entre irónico y grotesco que, relativizando (¿desmintiendo?) aquellas exaltadas intervenciones del Príncipe desconocido, de la Princesa de hielo y de la esclava enamorada, introduce a modo de antítesis o de herramienta de distanciación el trío de ministros procedente de la Commedia dell'arte, de nuevo la yuxtaposición entre lo sublime y lo ridículo, entre la opera seria y la opera buffa, como en la Ariadne auf Naxos cuya segunda y definitiva versión se estrena en 1916, un poco menos de diez años antes de Turandot, pero también como en Shakespeare, y como en Cervantes ; y que, como director específicamente operístico, sea capaz de transmitir la posición excepcional de la obra no solo como punto final y culminante de la producción de Puccini, sino en más de un sentido, de tres siglos largos de historia de la ópera italiana, por el empleo de la voz con una pujanza melódica y una función de expresión de las emociones humanas cuyas raíces se remontan, más allá de Verdi, al belcantismo romántico y al propio Monteverdi.

 

Además de todos estos problemas, la interpretación de Turandot plantea el que se deriva de su condición de obra inacabada : más allá de la escena de la muerte de Liù, el compositor solamente alcanzó a dejar algunos esbozos o apuntes de lo que debía ser el dúo final de redención por el amor de la Princesa. También en este particular son bien conocidas las diferentes soluciones, en general poco satisfactorias, con que se ha buscado solucionar esta nada desdeñable cuestión. La primera y claramente dominante en la praxis interpretativa sobre todo hasta tiempos recientes, consistente en presentar un final compuesto por encargo del director musical del estreno de la obra, Arturo Toscanini, por el coetáneo Franco Alfano, si bien según una versión abreviada respecto de la inicialmente compuesta por el propio Alfano, en cuanto esta no había gustado a Toscanini. Solución cuyo principal inconveniente radica en la muy obvia diferencia entre la calidad en términos musicales de ese final y de lo que Puccini alcanzó a escribur. La segunda, escogida por ejemplo para la presentación de la obra en el Festival de Salzburgo de 2002, bajo la dirección de Valery Gergiev, o para su más reciente aparición en La Scala en 2015, bajo la de Riccardo Chailly, es la de presentar el final escrito por Luciano Berio ; pero en este caso el hiato que se abre entre el estilo de la escritura de Berio y la de su antecesor es tan hondo que, más allá de la mayor o menor adhesión que pueda concitar la obra de este último, resulta imposible percibir el final como parte de la misma obra precedente. La tercera, que sigue la actual producción estrenada en 2011 por Zubin Mehta en la Bayerische Staatsoper, es la de ofrecer exclusivamente la música compuesta por Puccini, sin la adición de dúo final alguno entre Príncipe y Princesa, de manera que la obra finaliza con la, por sí misma suficientemente catártica, escena de la muerte de Liù y el subsiguiente cortejo fúnebre, con el conmovido lamento de Timur que llora a la esclava, cuyo ejemplo viene a ser desgarradora metáfora de una humanidad sacrificada quizá inútilmente, como Arkel lo hace con Mélisande. No es esta, precisamente, la menos convincente de las soluciones, ni la menos respetuosa con Puccini como compositor : si la Inconclusa de Schubert o la Novena de Bruckner se han impuesto (pese a las tentativas más o menos exitosas de articular versiones completadas) como obras perfectamente acabadas, completas como monumentales torsos cuya falta de conclusión no obsta a su autonomía, viabilidad y plenitud como obras de arte, no cabe menos que preguntarse por qué esta misma consideración y deferencia no habría de observarse hacia el que por consenso generalizado es uno de los más grandes compositores del género lírico de todos los tiempos. Y la cuarta solución, la más infrecuente de todas, es aquella por la que se ha optado en esta interpretación en concierto, y la que por consiguiente cabe esperar que se recoja en la esperada grabación oficial ; esto es, ni más ni menos que regresar al final original compuesto por Franco Alfano, dúo entre Príncipe y Princesa y apoteosis final de orquesta y coro sobre el celebérrimo tema de Nessun dorma, pero dúo considerablemente más largo que en la versión habitual, con exigencias importantes para soprano y tenor, con una sección central introspectiva al modo del dúo conclusivo del tercer acto de Siegfried ; versión que resulta, escuchada en esta ocasión, claramente más satisfactoria que la habitual abreviada, sobre todo en la medida en que alcanza a retratar de una manera más paulatina, convincente y creíble la transformación de la protagonista. La cuestión, en todo caso, permanece abierta, y parece clara la imposibilidad, o incluso la innecesariedad, de alcanzar una conclusión unívoca, definitiva y permanente.

 

En lo que se refiere a la interpretación ofrecida en el día de hoy, convendrá comenzar discutiendo, como habitualmente hacemos, los aspectos relativos a la puesta en escena. Con la salvedad de que hoy no había, al menos en principio, puesta en escena (ya lo dicen los ministros, Turandot non esiste), puesto que se presentaba la obra en esa extraña forma híbrida que es la versión de concierto. Pero todo concierto, incluyendo aquellos en que la composición ofrecida pertenece al género teatral, conlleva una cierta componente dramática, desde la solemne (o no) salida al escenario de los profesores de la orquesta y en su caso de los miembros del coro, seguida por la aparición del concertino, y culminando finalmente por la del director musical, cual figlio dal cielo que se aparece para desempeñar su sacro oficio ante el pueblo. Cuando la ópera se ofrece en versión de concierto, la protagonista principal es la orquesta, que ocupa la parte central y más importante del escenario, libre para verter la plenitud de su sonido sobre el auditorio sin las constricciones del foso del teatro de ópera ; e incluso por encima de la orquesta, su director, que lo es también de los coros y de los solistas, y en torno al cual gravita por tanto la galaxia formada por los intérpretes. Así sucedió en el día de hoy, cumpliéndose en tal sentido sin incidencias reseñables el esperado ritual. La orquesta de la Academia de Santa Cecilia colmaba o casi con sus más de cien instrumentistas el inmenso espacio central, mientras que los integrantes de los coros, observando inesperadamente rigurosas medidas de distanciamiento social (¿o se trataba también de un efecto dramático?) se distribuían armoniosamente por los amplios graderíos situados al frente y a los lados del director-sol. Además, a su derecha, compartiendo espacio con los coristas, se emplazaron algunos de los instrumentos de metal y percusión. La aparición del coro infantil tuvo lugar una vez iniciado el primer acto, ocupando la parte más elevada de la sala como corresponde a su angélica naturaleza.

Turandot (Sondra Radvanovsky)

La de Turandot, cual pide el libreto, tuvo lugar durante el primer acto, la intérprete en la grada superior frente al director, esplendorosa en su imperial silencio, también en su vestido largo que abandonaría por otra versión más sencilla y humana para el acto tercero. Aun cuando los cantantes permanecieron por lo general en la inmediata proximidad de sus respectivos atriles, el tenor se permitió acercarse a la soprano durante el dúo final, para besarla, mientras la orquesta explicaba elocuentemente el despertar del amor entre ambos. Y durante todo el concierto, se produjeron juegos con la iluminación de la sala, dirigidos a centrar la atención sobre determinados puntos de ella (así, la comentada aparición de la Princesa en el acto primero), y/o a reforzar las sensaciones suscitadas por la música (así, en los compases finales, en que se encendieron todas las luces de la sala al compás de la plenitud musical del momento). Así que tuvimos, si no una mise en scène, y ni tan siquiera una mise en éspace, cuando menos una mise en lumière. Turandot, sea como fuere, no es la ópera que peor se presta a una versión en concierto, por el protagonismo al que ya se ha aludido de orquesta y coro en su desarrollo, y también por el hieratismo de algunas de sus escenas y la buscada abstracción formal de otras (v.gr., las intervenciones de los ministros), lo que ha permitido por ejemplo que la obra pueda soportar perfectamente incólume un ejercicio de ritualización tan riguroso (y estéril) como aquel al que fue sometida por Robert Wilson en Opera de Paris-Bastille hace unos pocos meses. Desde ese punto de vista, una versión de concierto como la ofrecida hoy cumple en cierta medida la función de una página o un lienzo en blanco, en el que el espectador puede volcar las fantasías visuales y dramáticas que la música, más o menos desnuda, le suscita.

Exposición "El fantástico Oriente de Puccini"

Fantasía que, además, excita la contemplación en el amplio foyer de la sala de las imágenes que se conservan de la escenografía original del estreno de la obra, debida a Galileo Chini, y de los vestidos creados por Luigi Sapelli, que sitúan al espectador ante lo que la muestra ofrecida en el Auditorio hasta finales de este mes califica acertadamente como el Oriente fantástico de Puccini.

Sir Antonio Pappano

En su no breve singladura al frente de la orquesta romana, Pappano ha ofrecido, con resultados en general felices, versiones de concierto de las óperas más diversas, desde Don Giovanni hasta Peter Grimes, pasando entre otras por Guillaume Tell, Un ballo in maschera o Aida, que fue objeto simultáneo de una grabación en estudio, procedimiento que ahora se repite para Turandot. Pappano es sin lugar a dudas uno de los directores puccinianos más distinguidos de las últimas décadas, y ello, junto con su condición de titular de uno de los grandes coliseos operísticos como es el Covent Garden, hace que resultase ciertamente singular, por no decir directamente anómalo, que no se hubiera aproximado hasta el momento a una obra capital como Turandot. Hoy, fue quien concitó las ovaciones más calurosas por parte del público, e incluso un aplauso en pie al final de la representación. Su dirección se plantea tomando como clave la voluntad de respeto a lo escrito en la partitura, desde la actitud que viene caracterizando su trayectoria, ajena al divismo, a las aproximaciones personalistas que pongan el acento sobre su propia presencia antes que sobre la obra interpretada. Como Turandot, Pappano non esiste ; y sin embargo, sin él nada es posible. Su interpretación se atiene en lo expresivo a un prudente término medio, y quizá por ello, desde una aparente ausencia de énfasis, logra equilibrar las mil y una corrientes estéticas que confluyen en la partitura. Menos sensual y espectacular que Mehta, menos disonante y moderno que Chailly, menos sinfónico y narrativo que Dudamel, Pappano no se olvida de incluir en su receta las apropiadas dosis de cada uno de esos ingredientes, y como además o sobre todo es un espléndido director de ópera, logra una Turandot sinfónica que es también un ejemplar ejercicio de concertación para las voces, que encuentran siempre el espacio necesario para respirar. Meticuloso, saca a luz una plétora de detalles de la escritura instrumental que habitualmente pasan desapercibidos o son simplemente obviados. Esta Turandot se emparenta así con los otros Orientes fantásticos concebidos o soñados por los músicos occidentales a comienzos del siglo veinte, con un sentido del colorido orquestal que algo tiene que ver con los Ravel, Szymanovski o Scriabin que Pappano gusta de incluir en sus programas sinfónicos, y que se presenta no a modo de ornamento sino como parte esencial del discurso musical. Así conducida, la Orquesta de Santa Cecilia vuelve a demostrar que en este repertorio poco tiene que envidiar a cualquier otra, y el coro responde asimismo a la altura de la ocasión, con una variedad extraordinaria de dinámicas y una presencia poderosísima en los compases conclusivos.

Corresponde igualmente a Pappano el mérito de haber reunido en torno suyo un equipo de voces solistas verdaderamente espléndido, concebido con un lujo inverosímil hasta en los más secundarios cometidos.

No es desdeñable, en efecto, escuchar las frases de Altoum esculpidas con la claridad, elegancia e incisividad con que lo lleva a cabo el tenor Cortellazzi, cuya voz clara y penetrante se expande sin problemas hasta la última galería del auditorio ; ni cabe dejar de atender a las exhortaciones del Mandarín, cuando se emiten con tanta autoridad y limpieza como lo hace el bajo-barítono Mofidian.

Trío de ministros Ping (Mattia Olivieri) Pong (Siyabonga Maqungo) Pang (Gregory Bonfatti)

En el trío de ministros, brilla con luz propia la generosa vocalidad del tenor Siyabonga Maqungo, a quien recordamos jubilosamente haber hallado en un David de Meistersinger en el Festtage berlinés de 2019 ; como seduce el terciopelo del barítono Mattia Olivieri y concita la atención la expresividad del tenor Gregory Bonfatti.

Ermonela Jaho (Liù) y Michele Pertusi (Timur)

Dentro de la genealogía pucciniana, Timur es « hijo de Colline », si bien el lamento con que su parte se cierra parece trascender las circunstancias individuales que dan lugar a él. La presencia de Michele Pertusi en este reparto, reunido para ser conservado por el disco, se imponía como una evidencia, dado el rango eminente del artista entre las voces de bajo de su generación ; y si bien la acústica de la vasta nave de Santa Cecilia es sumamente desfavorable para los cantantes, lo que ocasionó que su instrumento no se impusiera siempre sobre el tejido orquestal y coral con la rotundidad idealmente deseable, en pocas ocasiones se habrá escuchado un Timur tan elocuente, tan humano y tan conmovedor.

Ermonela Jaho (Liù)

Ermonela Jaho es otra cantante que no necesita de presentación alguna ; de la vasta panoplia de personajes a los que se ha acercado, son seguramente las dolientes heroínas puccinianas las que con más gratitud responden a su temperamento y a sus medios, como por ejemplo su inolvidable Suor Angelica en Múnich. El papel de Liù, sin duda el más agradecido a priori de los tres principales, sienta a las mil maravillas a Jaho, que puede desplegar a placer la pureza de su línea de canto, la luminosidad radiante de su registro agudo, los reflejos exquisitos de sus reguladores de intensidad, en frases amplias, extáticas, iridiscentes, que conforme a la función que les es propia dentro de la partitura, hacen que se detenga al menos un momento la infernal máquina de las masas, y nos sitúan por unos instantes ante la presencia de lo inefable, como si se hiciera presente la voz de un ángel profano. Y algo de la emoción religiosa hay en el canto intenso, cristalino, perfectamente medido y cincelado, de Jaho.

Jonas Kaufmann (Calaf)

El papel de Calaf supone un nuevo debut en la carrera de Jonas Kaufmann, que viene de debutar también hace unas pocas semanas la parte de Peter Grimes en Viena, y que a su vez se enfrentó por vez primera el pasado mes de julio con la de Tristan en Múnich, lo que habla por sí solo de la versatilidad extrema de este artista. La voz de Kaufmann, como es bien sabido, no responde en principio a cuanto comúnmente se asocia con la vocalidad del tenor italiano. En vano se buscará en su Calaf la arrogancia exultante de un Corelli (y de sus secuelas), o el color mediterráneo del timbre que es quintaesencia de otros colegas del pasado como Di Stefano o Pavarotti, o el ardor y la directa comunicatividad del temperamento de un Carreras o un Domingo.  Y sin embargo… Y sin embargo, al igual que ha llevado a cabo con otros papeles italianos igualmente ajenos en teoría a su personalidad, desde Manrico a Radamès pasando por Chénier, Kaufmann sabe llevarse el papel a su terreno, gracias a la inteligencia sin igual que posee como intérprete, como músico de una categoría extraordinaria. Una vez superado un inicio del acto primero que le halla frío y más bien opaco, sin la presencia necesaria (pero a decir verdad, tampoco los acordes iniciales de la orquesta fueron los más plenos y unánimes que se alcanzaron a escuchar durante toda la tarde), ya en Non piangere Liù canta con una delicadeza y emoción extraordinarias, y si la escena de los enigmas o el extenso dúo final parecen conducirle cerca de los límites de sus posibilidades vocales, especialmente en terminos de caudal, que no es imponente, el canto es de una seguridad inobjetable, el registro agudo responde de manera solvente, y la expresión es en todo momento la justa y adecuada, obteniendo jugoso rendimiento del (bellísimo) timbre abaritonado en orden a retratar la vertiente heroica del personaje, si bien la clave de su triunfo radica, como siempre, en la recreación cuidadosa, poética e interiorizada del texto. No se podía seguramente esperar que, como ya hizo con Siegmund, Kaufmann otorgara a las notas de Calaf la trascendida intensidad y la variedad de colores del Lied, pero en efecto así lo ha hecho. Último detalle, Nessun dorma es cantado con tanta seguridad como abandono, con tanto aplomo como elegancia, y culminado con una nota aguda ampliamente sostenida.

Sondra Radvanovsky (Turandot)

También para Sondra Radvanovsky la parte de Turandot supone un debut, dentro de una carrera ya de enorme importancia. Y es difícil enunciar reserva alguna ante una recreación que viene a suponer en cierto modo la cuadratura del círculo. Radvanovsky ha logrado situar el papel dentro de las coordenadas de un canto genuinamente italiano, no como la Elektra in Pekino que tantas veces (resignadamente) escuchamos, sino como evolución o transformación de las heroinas verdianas a las que con tanto éxito ha incorporado (Elena de I vespri siciliani, que fue su tarjeta de visita durante tantos años, pero también Leonora de Il trovatore o Aida), y más atrás, de las reinas donizettianas a las que más recientemente se ha acercado. Al igual que sucede a estos personajes, su Turandot está, y la cantante logra transmitirlo desde sus iniciales frases, llena de dudas y de sentimientos contradictorios. Pocas veces se ha percibido, en In questa reggia, como el personaje experimenta un anhelo abrasador por la posibilidad de entregarse a otro, y a la vez un pavor paralizante ante esa misma eventualidad. Esta Turandot es, así, profundamente humana, su inicial distanciamiento un mecanismo de defensa más que una componente de su naturaleza ; y por ello mismo, la transformación final resulta más creíble y más plena, lo que además favorece el empleo de la versión original de Alfano. Hay en esta situación dramática, y puede haber en esta música y en esta interpretación, ya se ha evocado, algo de la compleja intermitencia del sentimiento que experimenta otra Princesa de hielo como Brunilda en el trance de entregarse a un simple mortal, en el curso del dúo también conclusivo del tercer acto de Siegfried. En la historia interpretativa de la obra, otras colegas como Joan Sutherland o Katia Ricciarelli se habían ya acercado al personaje de Turandot desde una clave de lectura italiana y ottocentesca, pero se trató de aproximaciones (o de experimentos, como antiguamente se calificaban) para el disco, que prudentemente no se vieron acompañadas por una interpretación en vivo ; y en todo caso, las características vocales de las artistas citadas permiten albergar dudas acerca de la viabilidad sobre la escena de su hipotética incorporación del papel. En el caso de Radvanovsky, el instrumento se despliega en todos los registros con un poder pura y simplemente arrollador, capaz de superar con holgura y sin aparente esfuerzo la en teoría abrumadora presencia de las masas coral y orquestal, y el gigantismo de la sala se convierte en una herramienta más de su interpretación, en la medida en que la cantante sabe (porque es capaz) sacar provecho de la monumentalidad de un espacio en el que su instrumento puede expandirse con una riqueza y una exuberancia que le sitúan aparte de todos sus demás colegas. Se permite incluso, en el segmento conclusivo del dúo del tercer acto, introducir un regulador fascinante en la palabra Amor, perfectamente calibrado, reduciendo primero y luego haciendo crecer la intensidad de la emisión, un momento que valdría por sí solo para explicar la torturada psicología y el sentimiento de liberación íntima que experimenta el personaje.

Solo nos queda, insaciables, esperar el momento en que uno y otro protagonista se decidan a incorporar en el teatro sus respectivos papeles. Por el momento, esta Turandot nos ha transportado durante unas horas, más allá de las inquietudes del presente oscuro que vivimos, hacia un reducto de fantasía y de belleza, del que no desearíamos escapar.

Sondra Radvanovsky (Turandot), Jonas Kaufmann (Calaf) , Antonio Pappano (espalda)

Giacomo Puccini (1858–1924)
Turandot (1926)
Dramma lirico in tre atti
Livret de Giuseppe Adami et Renato Simoni d'après Carlo Gozzi
Créé à la Scala de Milan le 25 avril 1926
Final complété par Franco Alfano (1875–1954) (première version)

Turandot : Sondra Radvanovsky
Liù : Ermonela Jaho
Calaf : Jonas Kaufmann
Altoum : Leonardo Cortellazzi
Pang : Gregory Bonfatti
Pong : Siyabonga Maqungo
Ping :  Mattia Olivieri
Timur : Michele Pertusi
Mandarino : Michael Mofidian
Principe di Persia : Francesco Toma
Ancella I : Valentina Iannotta
Ancella II : Rakhsa Ramezani Melami

Orchestra, coro e voci bianche dell’Accademia nazionale di Santa Cecilia
Direction musicale : Antonio Pappano

 

Rome, Auditorium Parco della musica, samedi 12 mars 2022, 18h

Grande attente et présence jubilatoire d'un public multinational pour ce concert unique de Turandot, que l'Orchestre de l'Accademia Nazionale di Santa Cecilia inscrit comme soirée extraordinaire de sa saison 2021/22, après l'enregistrement en studio de l'œuvre que ces derniers jours les mêmes interprètes ont achevé (avec la présence très distinguée dans l’enregistrement du ténor Michael Spyres, dans le bref rôle d'Altoum, annoncé pour le concert, puis remplacé par l'excellent Leonardo Cortellazzi) 

Auditorium Parco della musica (Arch. Renzo Piano)

Inutile de souligner que Turandot a atteint des sommets de popularité dans les théâtres du monde entier : c’est le dernier des opéras écrits par Puccini. C’est aussi, de l'avis de certains éminents spécialistes de son œuvre, le plus moderne de tous, celui qui réussit à incorporer les innovations de son temps en matière de technique de composition sans sacrifier son accessibilité à tous les publics, qui l'ont favorisé dès sa création en 1926, grâce à son lyrisme ardent et à la rigoureuse concision de sa construction dramatique.

Il s'agit d'un opéra pour voix, qui fait appel à trois typologies vocales contrastées dans ses rôles principaux : un ténor aux accents héroïques, Calaf, qui doit être capable d'exprimer aussi le sentiment amoureux, en quelque sorte un condensé des vertus et des attributs du ténor italien, que l'on entend habituellement comme étant destiné aux voix de la catégorie « spinto », comme celle du premier protagoniste, l'Espagnol Miguel Fleta ; un soprano dramatique, Turandot (la polonaise Rosa Raisa lors de la première), dont le rôle est aussi bref qu'exigeant, qui doit posséder un registre aigu étincelant, capable de percer le mur de la masse instrumentale (c’est pourquoi dans les habitudes d'exécution de l'œuvre, les chanteuses wagnériennes ont approché le personnage, à un moment ou à un autre de leur carrière) Du point de vue interprétatif, on exige d'elle une variété de registres, du dédain et même de la cruauté avec lesquels elle est présentée au début jusqu'à la fusion ou à l'humanisation par le pouvoir transfigurateur de l'amour que, comme une sorte d’Ariane chinoise, elle doit transmettre dans le duo final ; et un soprano lyrique, Liù (l'italienne Maria Zamboni lors de la première), dernier avatar de la galerie de personnages féminins amoureux, sensibles et souffrants, dépeints par le compositeur, qui, peut-être paradoxalement, est celle qui parvient le plus souvent à obtenir les applaudissements les plus nourris du public, face au caractère intense et si lyrique, et en tout cas profondément émouvant, des deux grands moments solos qui lui sont destinés, la brève exhortation Signore ascolta à l'acte I, et plus encore, la scène qui culmine au moment de son suicide à l'acte III, Tu che di gel sei cinta.

 

Un opéra également, et peut-être encore plus, pour un grand ensemble choral et orchestral efficace, le plus grand que Puccini ait utilisé tout au long de sa carrière, comprenant aussi des voix d’enfants et une importante section de percussions, car le quatrième personnage le plus important de l'œuvre est certainement le peuple de Pékin qui est sollicité dès le discours initial du mandarin, qui est le protagoniste de toute la première partie du premier acte. Des personnes, aussi anonymes que réelles, qui, comme à d'autres moments de l'histoire lointaine et récente de l'humanité auxquels il n'est pas nécessaire de se référer plus en détail, assistent, au milieu de pulsions contradictoires de silence, d'horreur, de malaise, d'ambivalence et de lâcheté, aux actions apparemment destinées à d'autres, de ceux qui en réalité déterminent leur destin collectif. Et l'opéra, bien sûr, pour un metteur en scène qui sait organiser les éléments somptueux dont il dispose, qui est en phase avec l'héritage disparate et éblouissant du (des) modernisme(s) esthétique(s) et musical(aux) du premier tiers du XXe siècle. L’œuvre préserve à la fois l'incandescence tragique des vicissitudes des principaux protagonistes et en contrepoint  fait entrer l'ironie et le grotesque qui, relativisant (dévalorisant ? ) les interventions exaltées du prince inconnu, de la princesse glacée et de l'esclave amoureuse, introduisent comme une antithèse ou un outil de distanciation : c’est le trio de ministres de la Commedia dell'arte, encore la juxtaposition entre le sublime et le ridicule, entre l'opera seria et l'opera buffa, comme dans l'Ariadne auf Naxos dont la deuxième (et définitive) version fut créée en 1916, un peu moins de dix ans avant Turandot, mais aussi comme dans Shakespeare, et comme dans Cervantès ; et ce metteur en scène spécifiquement opératique, sera capable de transmettre la position exceptionnelle de l'œuvre non seulement comme point final et culminant de la production de Puccini, mais aussi, à plus d'un titre, de trois longs siècles d'histoire de l'opéra italien, pour l'utilisation de la voix avec une puissance mélodique et une expression des émotions humaines dont les racines remontent, au-delà de Verdi, au bel canto romantique voire à Monteverdi lui-même.

En plus de tous ces problèmes, l'interprétation de Turandot se pose comme d'œuvre inachevée : au-delà de la scène de la mort de Liù, le compositeur n'a réussi à laisser que quelques esquisses ou notes de ce qui devait être le duo final de rédemption pour l'amour de la princesse. Là aussi, les différentes solutions, généralement insatisfaisantes, à cette question non négligeable sont bien connues. La première, clairement dominante dans la pratique interprétative, surtout jusqu'à une époque récente, consistait à présenter un finale composé à la demande du directeur musical de la première de l'œuvre, Arturo Toscanini, par son contemporain Franco Alfano, en une version abrégée de celle initialement composée par Alfano lui-même, dans la mesure où la première n'avait pas plu à Toscanini. Une solution dont le principal inconvénient réside dans la différence très évidente entre ce final et la qualité de ce que Puccini a réussi à écrire. La seconde, choisie par exemple pour la présentation de l'œuvre au Festival de Salzbourg en 2002, sous la direction de Valery Gergiev, ou pour sa plus récente production à la Scala en 2015, sous la direction de Riccardo Chailly, consiste à présenter le final écrit par Luciano Berio ; mais dans ce cas, l'écart entre le style d'écriture de Berio et celui de Puccini est si profond que, indépendamment de l'adhésion plus ou moins grande à l'œuvre de ce dernier, il est impossible de percevoir le finale comme faisant partie de la même œuvre. La troisième, qui fait suite à la production actuelle créée en 2011 par Zubin Mehta à la Bayerische Staatsoper, consiste à proposer exclusivement la musique composée par Puccini, sans ajouter de duo final entre le prince et la princesse, de sorte que l'œuvre se termine par la scène de la mort de Liù, suffisamment cathartique en soi,  et le cortège funèbre qui s'ensuit, avec l'émouvante complainte de Timur pleurant la jeune esclave, dont l'exemple devient une métaphore déchirante d'une humanité sacrifiée peut-être inutilement, comme le fait Arkel avec Mélisande.
Ce n'est pas la moins convaincante des solutions, ni la moins respectueuse de Puccini en tant que compositeur : si l'Inachevée de Schubert ou la Neuvième de Bruckner se sont imposées (malgré des tentatives plus ou moins réussies d'articuler des versions achevées) comme des œuvres parfaitement achevées, complètes comme des éléments monumentaux dont l'absence d'achèvement n'entrave pas leur autonomie, leur viabilité et leur plénitude en tant qu'œuvres d'art, on ne peut que se demander pourquoi cette même considération et cette même déférence ne devraient pas être observées à l'égard de celui que l'on s'accorde généralement à considérer comme l'un des plus grands compositeurs du genre lyrique de tous les temps. Et la quatrième solution, la plus rare de toutes, est celle qui a été choisie dans ce concert, et celle dont on peut donc espérer qu'elle sera incluse dans l'enregistrement officiel tant attendu ; c'est-à-dire ni plus ni moins qu'un retour au finale original composé par Franco Alfano, un duo entre le prince et la princesse et l'apothéose finale de l'orchestre et du chœur sur le thème célèbre de Nessun dorma, mais un duo considérablement plus long que dans la version habituelle, avec des exigences importantes pour le soprano et le ténor, et une section centrale introspective à la manière du duo conclusif du troisième acte de Siegfried ; cette version, entendue à cette occasion, est nettement plus satisfaisante que la version abrégée habituelle, notamment dans la mesure où elle parvient à dépeindre la transformation de la protagoniste de manière plus progressive, convaincante et crédible. La question, en tout cas, reste ouverte, et il semble évident qu'il est impossible, voire inutile, de parvenir à une conclusion univoque, définitive et permanente.

En ce qui concerne le déroulement de la soirée, il conviendra de commencer par aborder, comme nous le faisons habituellement, les aspects liés à la mise en scène. Même si aujourd'hui il n'y a pas, du moins en principe, de mise en scène (comme disent les ministres, Turandot non esiste), puisque l'œuvre est présentée sous cette étrange forme hybride qu'est la version de concert. Mais tout concert, y compris ceux où le programme proposé appartient au genre théâtral, comporte une certaine composante dramatique, depuis l'apparition solennelle (ou non) sur scène des musiciens de l'orchestre et, le cas échéant, des membres du chœur, suivie de l'apparition du premier violon, et culminant enfin dans celle du directeur musical, tel un figlio dal cielo qui apparaît pour exercer son office sacré devant le peuple. Lorsque l'opéra est proposé en version de concert, le principal protagoniste est l'orchestre, qui occupe la partie centrale et la plus importante de la scène, libre de déverser la plénitude de sa sonorité sur l'auditorium sans les contraintes de la fosse de l'opéra ; et même au-dessus de l'orchestre, son chef, qui est également le chef du chœur et des solistes, et autour duquel gravite la galaxie formée par les interprètes.
C'était le cas aujourd'hui, et le rituel attendu s'est déroulé, presque immémorial. L'orchestre de l'Accademia di Santa Cecilia a rempli ou presque l'immense espace central avec ses plus de cent instrumentistes, tandis que les membres des chœurs, observant de manière inattendue de rigoureuses mesures de distanciation sociale (ou était-ce aussi un effet dramatique ?), étaient harmonieusement répartis dans les spacieuses travées devant et sur les côtés du chef. En outre, à sa droite, partageant l'espace avec les choristes, se trouvaient certains des cuivres et des percussions. L'apparition du chœur d'enfants a eu lieu au début du premier acte, occupant la partie la plus haute de la salle, comme il se doit pour sa nature angélique.

Turandot (Sondra Radvanovsky)

Celle de Turandot, comme l'exige le livret, a lieu au premier acte, l'interprète au gradin supérieur devant le chef d'orchestre, splendide dans son silence impérial, également dans sa longue robe qu'elle abandonnera pour une version plus simple et plus humaine au troisième acte. Bien que les chanteurs soient généralement restés à proximité immédiate de leurs pupitres respectifs, le ténor s'est permis de s'approcher de la soprano lors du duo final, pour l'embrasser, tandis que l'orchestre expliquait avec éloquence le réveil de l'amour entre eux. Et tout au long du concert, des jeux avec l'éclairage de la salle ont eu lieu, visant à focaliser l'attention sur certains points de la salle (ainsi, l'apparition précitée de la princesse au premier acte), et/ou à renforcer les sensations suscitées par la musique (ainsi, dans les dernières mesures, lorsque toutes les lumières de la salle se sont allumées au rythme de la plénitude musicale du moment).
Nous avions donc, sinon une mise en scène, ou une mise en éspace, du moins une mise en lumière. Turandot, quoi qu'il en soit, n'est pas l'opéra qui se prête le moins à une version de concert, en raison de l'importance déjà évoquée de l'orchestre et du chœur dans son développement, et aussi en raison de la nature hiératique de certaines de ses scènes et de l'abstraction formelle recherchée dans d'autres (par exemple les interventions des ministres), ce qui a permis par exemple à l'œuvre de résister parfaitement à un exercice de ritualisation aussi rigoureux (et stérile) que celui auquel elle a été soumise par Wilson à Bastille il y a quelques mois. De ce point de vue, une version de concert telle que celle proposée aujourd'hui remplit en quelque sorte la fonction d'une page ou d'une toile blanche, sur laquelle le spectateur peut déverser les fantasmes visuels et dramatiques que la musique, plus ou moins nue, suscite en lui.

Exposition "L'Orient fantastique de Puccini"

Un imaginaire qui, en outre, est excité par la contemplation dans le vaste foyer de la salle des images conservées de la scénographie originale de la première de l'œuvre, due à Galileo Chini, et des costumes créés par Luigi Sapelli, qui placent le spectateur devant ce que l'exposition proposée à l'Auditorium jusqu'à la fin de ce mois qualifie à juste titre d'Orient fantastique de Puccini.

Sir Antonio Pappano

Au cours de son mandat, qui n'a pas été bref, à la tête de l'orchestre romain, Pappano a proposé, avec des résultats généralement heureux, des versions de concert des opéras les plus divers, de Don Giovanni à Peter Grimes, en passant par Guillaume Tell, Un ballo in maschera ou Aida, qui a fait simultanément l'objet d'un enregistrement en studio, une procédure qui se répète aujourd'hui pour Turandot. Pappano est sans aucun doute l'un des plus éminents chefs d'orchestre pucciniens de ces dernières décennies, et cela, ajouté à son statut de chef titulaire de l'un des grands théâtres d'opéra comme la Royal Opera House, rend certainement singulier, voire carrément anormal, le fait qu'il n'ait pas encore abordé une œuvre majeure comme Turandot. Aujourd'hui, c'est lui qui a suscité les ovations les plus chaleureuses du public, et même une standing ovation à la fin de la représentation. Sa direction d'orchestre est fondée sur le désir de respecter ce qui est écrit dans la partition, selon l'attitude qui a caractérisé sa carrière, loin du divinisme, aux approches narcissiques qui soulignent sa propre présence plutôt que l'œuvre interprétée. Comme Turandot, Pappano n'existe pas ; et pourtant, sans lui, rien n'est possible. Son interprétation s'en tient à un juste milieu sur le plan expressif, et c'est peut-être grâce à cela que, à partir d'une apparente absence d'emphase, il parvient à équilibrer les mille et un courants esthétiques qui convergent dans la partition. Moins sensuel et spectaculaire que Mehta, moins dissonant et moderne que Chailly, moins symphonique et narratif que Dudamel, Pappano n'oublie pas d'inclure dans sa recette les doses appropriées de chacun de ces ingrédients, et comme il est aussi ou surtout un splendide chef d'opéra, il réussit un Turandot symphonique qui est aussi un exercice exemplaire pour les voix, qui trouvent toujours l'espace nécessaire pour respirer. Méticuleux, il met en lumière une pléthore de détails dans l'écriture instrumentale qui passent habituellement inaperçus ou sont simplement négligés. Turandot s'apparente donc aux autres Orientales fantastiques conçues ou rêvées par les musiciens occidentaux au début du XXe siècle, avec un sens de la coloration orchestrale qui a quelque chose à voir avec les Ravel, Szymanovsky ou Scriabine que Pappano aime inclure dans ses programmes symphoniques, et qui est présenté non pas comme une ornementation mais comme une partie essentielle du discours musical. Ainsi dirigé, l'orchestre de Santa Cecilia démontre une fois de plus que dans ce répertoire, il n'a rien à envier à aucun autre, et le chœur dirigé par Piero Monti se montre également à la hauteur, avec une extraordinaire variété de dynamiques et une présence très puissante dans les mesures finales.
C’est également tout à l'honneur de Pappano d'avoir réuni autour de lui une équipe de voix solistes vraiment splendides, réunie avec un luxe invraisemblable dans les rôles les plus mineurs.

En effet, ce n'est pas un mince exploit que d'entendre les phrases d'Altoum sculptées avec la clarté, l'élégance et l'incisivité du ténor Leonardo Cortellazzi, dont la voix claire et pénétrante se propage sans discontinuité jusqu'à la dernière galerie de l'auditorium ; on ne manquera pas non plus de remarquer les exhortations du Mandarin, lorsqu'elles sont prononcées avec autant d'autorité et de netteté que le baryton-basse Michael Mofidian que Wanderer a remarqué à plusieurs reprises à Genève.

Trio des Ministres  Ping (Mattia Olivieri)  Pong (Siyabonga Maqungo) Pang (Gregory Bonfatti)

Dans le trio des ministres, la vocalité généreuse du ténor Siyabonga Maqungo, que l'on se souvient avec joie avoir rencontré dans un David des Meistersinger aux Festtage de Berlin 2019, brille de mille feux, tout comme le velours du baryton Mattia Olivieri et l'expressivité du ténor Gregory Bonfatti.

Ermonela Jaho (Liù) et Michele Pertusi (Timur)

Dans la généalogie puccinienne, Timur est fils de Colline, bien que la complainte avec laquelle se termine son rôle semble transcender les circonstances individuelles qui lui donnent naissance. La présence de Michele Pertusi dans cette distribution, réunie pour être conservée sur disque, allait de soi, étant donné le rang éminent de l'artiste parmi les voix de basse de sa génération ; et si l'acoustique de la vaste nef de Santa Cecilia est extrêmement défavorable aux chanteurs, ce qui fait que son instrument ne s'impose pas toujours au tissu orchestral et choral avec la rondeur idéalement souhaitable, on a rarement entendu Timur si éloquent, si humain et si émouvant.

Ermonela Jaho (Liù)

Ermonela Jaho est une autre chanteuse qui n'a pas besoin d'être présentée ; dans la vaste panoplie de personnages qu'elle a abordés, ce sont sûrement les héroïnes pucciniennes malheureuses qui répondent le mieux à son tempérament et à ses moyens, comme son inoubliable Suor Angelica à Munich. Le rôle de Liù, sans doute a priori le plus touchant et populaire des trois rôles principaux, convient à la perfection à Jaho, qui peut déployer à volonté la pureté de sa ligne de chant, la luminosité rayonnante de son registre aigu, les moirures exquises de ses variations d'intensité, dans des phrases larges, extatiques, irisées, iridescentes, qui, conformément à leur fonction propre au sein de la partition, arrêtent au moins pour un moment la machine infernale des masses, et nous placent pour quelques instants en présence de l'ineffable, comme si la voix d'un ange profane était descendue parmi nous. Et il y a quelque chose de l'émotion religieuse dans le chant intense, cristallin, parfaitement mesuré et ciselé de Ermonela Jaho.

Jonas Kaufmann (Calaf)

Le rôle de Calaf est une nouvelle prise de rôle de Jonas Kaufmann, qui vient de faire ses débuts dans celui de Peter Grimes à Vienne il y a quelques semaines, et qui a lui-même abordé le rôle de Tristan à Munich pour la première fois en juillet dernier, ce qui témoigne de l'extrême polyvalence de cet artiste. La voix de Kaufmann, comme on le sait, ne correspond pas en principe à ce que l'on associe communément à la voix du ténor italien. C'est en vain que l'on chercherait dans son Calaf l'arrogance exaltante d'un Corelli (et de ses successeurs), ou la couleur méditerranéenne du timbre qui est la quintessence d'autres collègues du passé comme Di Stefano ou Pavarotti, ou la fougue et la communicativité directe du tempérament d'un Carreras ou d'un Domingo.  Et pourtant… Et pourtant, comme il l'a fait avec d'autres rôles italiens tout aussi étrangers en théorie à sa personnalité, de Manrico à Radamès en passant par Chénier, Kaufmann sait amener le rôle sur son propre terrain, grâce à l'intelligence inégalée qu'il possède en tant qu'interprète, en tant que musicien d'une stature extraordinaire. Après avoir surmonté un début de premier acte qui le trouvait froid et plutôt opaque, sans la présence nécessaire (mais à vrai dire, les premiers accords de l'orchestre n'étaient pas les plus amples et les plus unanimes que l'on ait entendus au cours de la soirée), dans Non piangere Liù il chante avec une délicatesse et une émotion extraordinaires, et si la scène des énigmes ou le vaste duo final semblent effleurer les limites de ses possibilités vocales, surtout en ce qui concerne le débit, qui n'est pas imposant, le chant est d'une assurance indiscutable, le registre aigu répond de manière assurée et l'expression est à tout moment juste et adéquate, obtenant un rendement efficace du (très beau) timbre baritonal afin de dépeindre le côté héroïque du personnage, bien que la clé de son triomphe réside, comme toujours, dans la recréation soignée, poétique et intériorisée du texte. On ne s'attendrait pas à ce que Kaufmann, comme il l'a fait avec Siegmund, donne aux notes de Calaf l'intensité transcendante et la variété colorée du Lied, mais il l'a fait. Enfin, Nessun dorma est chanté avec autant d'assurance que d'abandon, avec autant de prestance que d'élégance, et culmine dans une note aiguë largement soutenue.

Sondra Radvanovsky (Turandot)

Pour Sondra Radvanovsky aussi, le rôle de Turandot est une prise de rôle dans une carrière déjà très importante. Et il est difficile d'émettre des réserves sur une récréation qui, d'une certaine manière, représente la quadrature du cercle. Radvanovsky a réussi à situer le rôle dans les coordonnées d'un chant authentiquement italien, non pas comme l'Elektra pékinoise que l'on entend si souvent (avec résignation), mais comme une évolution ou une transformation des héroïnes verdiennes qu'elle a si bien intégrées (Elena de I vespri siciliani, qui a été sa carte de visite pendant tant d'années, mais aussi Leonora de Il trovatore ou Aida), et plus en arrière, des reines donizettiennes qu'elle a plus récemment approchées. Comme tous ces personnages, sa Turandot est – et la chanteuse parvient à le faire comprendre dès ses premières interventions- pleine de doutes et de sentiments contradictoires. Rarement, dans In questa reggia, on a perçu comment le personnage éprouve un désir ardent pour la possibilité de se donner à un autre, et en même temps une peur paralysante de cette même éventualité. Cette Turandot est donc profondément humaine, sa distance initiale étant un mécanisme de défense plutôt qu'une composante de sa nature ; et pour cette même raison, la transformation finale est plus crédible et plus complète, ce qui favorise également l'utilisation de la version originale d'Alfano. Il y a dans cette situation dramatique, et il y a peut-être dans cette musique et dans cette interprétation, cela a déjà été évoqué, quelque chose de l'intermittence complexe des sentiments éprouvés par une autre princesse des glaces comme Brünnhilde dans l’angoisse de se donner à un simple mortel, au cours du duo également conclusif du troisième acte de Siegfried. Dans l'histoire de l'interprétation de l'œuvre, d'autres collègues comme Joan Sutherland ou Katia Ricciarelli avaient déjà abordé le personnage de Turandot à partir d'une lecture à clé italianisante et à couleur XIXe, mais il s'agissait d'approximations (ou d'expériences, comme on les appelait autrefois) pour le disque, qui n'ont prudemment pas été accompagnées du spectacle vivant ; et de toute façon, les caractéristiques vocales des artistes mentionnées permettent de douter de la viabilité sur scène de leur hypothétique incarnation du rôle. Dans le cas de Radvanovsky, l'instrument se déploie dans tous les registres avec une puissance pure et simple, capable de surmonter avec facilité et sans effort apparent la présence théoriquement écrasante des masses chorales et orchestrales, et le gigantisme de la salle devient un autre outil de son interprétation, dans la mesure où la chanteuse sait (parce qu'elle en est capable) tirer parti de la monumentalité d'un espace dans lequel son instrument peut se déployer avec une richesse et une exubérance qui la distinguent de tous ses autres collègues. Elle se permet même, dans le segment conclusif du duo du troisième acte, d'introduire une fascinante modulation mot Amour, parfaitement calibrée, réduisant d'abord puis augmentant l'intensité de l'énoncé, un moment qui suffirait à lui seul à expliquer la psychologie torturée et le sentiment de libération intime éprouvé par le personnage.

Il ne nous reste plus qu'à attendre, insatiables, le moment où l'un et l'autre protagoniste décideront d'incorporer leurs rôles respectifs sur uns scène de théâtre. Pour l'instant, cette Turandot nous a transportés pendant quelques heures, au-delà des préoccupations du sombre présent dans lequel nous vivons, dans un havre d’imagination et de beauté, dont nous ne voudrions pas nous extraire.

Sondra Radvanovsky (Turandot), Jonas Kaufmann (Calaf) Antonio Pappano (de dos)
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Antoine Lernez
Antoine Lernez aux lointaines origines hispaniques et très lié aux cultures latinoaméricaines, est juriste, spécialisé en droit international. Il parcourt donc le monde, et tel un autre Wanderer, il s’arrête quelquefois là où il y a un opéra, ce qui en fait un des meilleurs et des plus fins connaisseurs de l’art lyrique. Quelquefois, quand l’occasion fait le larron, il fait profiter Wanderersite.com de sa science par des articles fouillés.

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5 Commentaires

  1. Magnifique critique !!!. Je n’ai pas vu le concert, mais j’ai connais bien les interprètes et je comprends leur grande succès !! Bravo à TOUS

  2. Merci de tout coeur pour cette analyse et ce compte-rendu passionnant et si riche. Une merveille de papier comme on aimerait en lire pour chaque opéra auquel nous assistons ! J'ai appris beaucoup et suis encore plus triste de ne pas avoir pu me rendre à Rome… Quelle distribution de rêve ! Quelle bonne idée d' avoir repris la version Alfano ! Merci encore de m'avoir fait si finement goûter les extraits disponibles en attendant le CD

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