Londres, Royal Opera House, Covent Garden, viernes 30 de septiembre de 2022 a las 20:00 horas

Esta nueva producción de Aida en la Royal Opera House, dirigida por Robert Carsen, traslada la relación amorosa entre la joven etíope y el general egipcio al mundo de una dictadura contemporánea. El reparto, de gran calidad, cuenta con el Radamés de Francesco Meli y el Amonasro de Ludovic Tézier, Agnieszka Rehlis como Amneris y Elena Stikhina como Aida, todos perfectamente apoyados por la detallada y vigorosa dirección de Antonio Pappano.

La Royal Opera House no ha tenido a lo largo de su historia (al menos en su historia reciente) una especial fortuna en lo que se refiere a sus producciones de Aida. A diferencia de lo que sucede con otros de los títulos esenciales del repertorio, y en particular del repertorio italiano, ninguna de las sucesivas producciones presentadas a lo largo de las últimas décadas se ha impuesto como una referencia llamada a perdurar en el tiempo, y asimismo desde el punto de vista musical, ninguna ha terminado de resultar completamente satisfactoria, por unas u otras razones. La rápida sucesión de nuevas producciones de la que nos informan los archivos del teatro permite ya por sí sola deducir que algo no ha terminado de marchar bien a las orillas del Nilo-Támesis : en 1984 la debida a Jean-Pierre Ponnelle (con el Radamès de Luciano Pavarotti), en 1994 la de Elijah Moshinsky (existe un registro audiovisual con la protagonista del estreno, la discutida Cheryl Studer), en 2003 la de Robert Wilson (ya dirigida en aquella ocasión por Pappano, con Norma Fantini y Johan Botha como protagonistas), y la última, estrenada en abril de 2010, confiada a Nicola Luisotti y David McVicar, con un terceto protagonista formado por Micaela Carosi, Marcelo Álvarez y Marianne Cornetti, repuesta solamente para una tanda de representaciones en la primavera del año siguiente.

 

Ahora el director musical de la casa, Antonio Pappano, regresa en su teatro a una obra que hace algunos años registró para el disco a partir de una representación en concierto con un reparto estelar (Harteros, Kaufmann), pero con su romana Orchestra dell’Accademia di Santa Cecilia. Y lo hace con una nueva producción encomendada a Robert Carsen, que reemplaza así a la de McVicar después de solamente doce años.

 

Carsen es una de las figuras internacionales más firmemente establecidas de la puesta en escena, y para el gusto más bien conservador de los países anglosajones, representa la apuesta por una modernidad asimilable para la generalidad del público, o en otras palabras, por una visión aggiornata de las óperas, pero que se abstiene de intervenir en las líneas maestras de su arquitectura. En cierto modo, la ansiada cuadratura del círculo : renovación, pero dentro de la tradición. Habitualmente más inspirado en el repertorio del siglo XVIII, en particular en Haendel (basta pensar en su Alcina para el Palais Garnier, su Semele para la Opernhaus Zürich o su Il trionfo del tempo e del disinganno en Salzburgo 2021), su faceta de industrial de la regia determina que sus resultados sean desiguales, en función de su mayor o menor afinidad con unos u otros repertorios (su Des Ring der Nibelungen no es de los más notables que se han visto), y cuando de reposiciones se trata, del tiempo dedicado a su preparación.

 

En el caso de Aida, Carsen se ha interesado básicamente por los aspectos políticos o públicos de la trama. La historia de las relaciones amorosas o afectivas entre los protagonistas es, en su lectura, una suerte de subproducto o de destilación de los condicionantes políticos y sociales en los que esos personajes se encuentran. Con frecuencia, al referirse a Aida, los comentaristas destacan la naturaleza bifronte de un personaje como Radamès, a la vez general victorioso y hombre enamorado ; con menos frecuencia subrayan la ambigüedad y las contradicciones del personaje de Amneris, también ella mujer de poder con una presencia pública muy marcada por su posición de hija del faraón, pero en conflicto con una personalidad privada insegura, que más allá del ansia por el amor no correspondido de Radamès le conduce a buscar un cierto acercamiento o proximidad personal (bien que ambivalente) hacia su rival Aida, hasta llegar a convertirse en el acto último en lo que podríamos llamar una voz crítica a su propio régimen, no solo por la furiosa imprecación a los sacerdotes, sino también por las conmovedoras súplicas de paz con las que, en su voz, Verdi y Ghislanzoni ponen fin a la ópera, de una manera que trasciende con claridad el destino individual de los (tres) protagonistas. Imposible pensar que en el régimen de los faraones pudiese pasar desapercibido un desafío tan explícito a los dictados del poder.

 

Y todavía con menos frecuencia, quizá por tratarse de algo aparentemente obvio, se ha insistido en las nada confortables consecuencias que en esta ópera tiene amar o ser amado. En realidad, en este fingido Egipto querer al otro implica o significa manipularle, engañarle y en última instancia conducirle a la perdición : Amneris manipula o pretende manipular y engañar a Radamès hasta en dos ocasiones, y en cierto modo son su obstinación, su miopía y su egoísmo los que llevan al general a su destino bajo la fatal pietra ; Amonasro chantajea emocionalmente a su querida hija, y es su fanatismo, la anteposición de las consideraciones políticas a las personales, lo que desencadena el prematuro fin (como Violetta, morir sì giovane) de su descendiente ; a su vez, Aida engaña y manipula a Radamès, al extraer de él con las malas artes de la más seductora música, y de las promesas de un futuro feliz, la información militar secreta, y con ello provoca su caída y su condena. En cuanto a Radamès, aun cuando no utilice de manera activa a Aida para la consecución de sus propósitos, no es necesaria una mirada demasiado crítica para advertir que en el fondo su escenario preferido sería mantenerse públicamente como esposo de la hija del faraón, y privadamente como amante de la esclava etíope, juego el suyo no tanto de indecisiones cuanto de duplicidades, si bien se vea rápidamente superado por la inteligencia y la capacidad de fascinación de Aida, cuando esta le sitúa ante la disyuntiva de elegir.

 

Lo que tienen en común todas esas relaciones personales es que se hallan directamente condicionadas, o más exactamente contaminadas, por el contexto político y social en el que tienen lugar. En este mundo en guerra, la posibilidad del amor sincero, sea el conyugal o sea el filial, no existe. Como figuras de poder, Amneris y Radamès presentan una faz pública que se contrapone a su personalidad privada ; como representantes del reino derrotado, Aida y Amonasro se ven forzados a disimular su identidad, a enmascarar sus designios, y en el caso de Aida, a ocultar asimismo la realidad de su relación con el general triunfante del ejército enemigo.

 

En resumen, los cuatro protagonistas principales de la obra son todos ellos peones, figuras con algo de anecdótico, hojas al viento de fuerzas políticas que les trascienden y que no controlan. Y es esto lo que en su producción hace evidente Carsen, desnudándoles de los aparejos que una visión romantizada de la trama ha impuesto, mirando hacia sus problemas y sus acciones con una cierta distancia, como si se tratara de un científico que estuviera mostrando los resultados de un experimento.

 

La acción se sitúa en esta producción en un régimen totalitario no identificado, pero que cualquier espectador con algún hábito de seguir las noticias del mundo podrá situar con un grado considerable de certidumbre. Se trate de una de las dictaduras populares del terrible siglo veinte, o de alguna de las versiones de su metamorfosis, v.gr. de su perduración, en el nada tranquilizante siglo veintiuno, poco importa la ubicación geográfica concreta de esta distopía, poco importan las circunstancias históricas específicas que hayan dado lugar al nacimiento de este gobierno militar y que determinan su conflicto con la estructura estatal vecina. Desterrada la práctica tradicional de presentar a los protagonistas etíopes como personajes de raza negra, que hoy ha pasado a considerarse inaceptable por ciertos píos espíritus sobre todo procedentes de Norteamérica que la asimilan a la práctica humillante, y sin embargo desarrollada justamente en aquellas latitudes, del blackfacing, esta Aida ni tan siquiera plantea o parece preocuparse por la problemática del colonialismo, presente en otras producciones recientes de la obra. La visión adoptada de la historia es más esquemática, o si se quiere abstracta, en todo caso más universal ; y lo que se presenta es lo que Britten llamaría the pity of war.

 

La escenografía nos sitúa ante una serie de ambientes interiores, opresivamente cerrados : muros de hormigón visto que se pierden en la altura y se prolongan hasta el fondo del escenario (a la vez que astutamente hacen las veces de caja de resonancia para las voces), una monumentalidad que tiene algo de tumba o cuando menos de búnker, como si toda la acción se estuviera desarrollando (a modo de prefiguración de la escena final) en un subterráneo, como si no fuera posible o al menos aconsejable asomarse al mundo exterior, a la realidad de la naturaleza, a la voluptuosa ribera del río que la música describe de manera sensual en el inicio del acto tercero, y que en este caso viene evocada exclusivamente por la presencia de un fuego circular, a modo de fuego sacro, en el centro de la escena. También la existencia de un mundo exterior a este laberinto colectivo sin salidas o estado-prisión, que solamente exporta ejércitos y bombas, viene sugerida en ese mismo acto tercero por la apertura, por primera vez desde el inicio de la obra, de corredores en los laterales de los muros ; claro que en ellos se disimula la presencia de los secuaces armados de Amonasro. El templo de Ptah en el que Radamès es proclamado como jefe del ejército (escena segunda del acto primero) está aquí formado por una sucesión de bancadas, al frente de las cuales se sitúa el sumo sacerdote Ramfis blandiendo un Libro : es la imagen de la religión como uno de los instrumentos de auto-legitimación del régimen, imagen que adquiere una connotación terrible por el carácter rígido, estereotipado, en definitiva ferozmente inhumano, de los gestos de los celebrantes. Este será también el lugar en el que se desarrolle en el acto cuarto el juicio a Radamès, que en este caso se presenta (contra lo previsto en el libreto) con el acusado y los jueces presentes y visibles sobre el escenario, mientras que Amneris deambula de manera cada vez más descontrolada y patética por las sucesivas bancadas. Sordos a sus quejas, los sacerdotes, en este caso los militares, la acabarán abandonando hasta la imagen que cierra la escena de la hija del faraón intentando de manera infructuosa abrir una puerta que está, para ella, cerrada. Es la imagen, no ya de su debacle íntima y personal, sino de su caída del poder, del fin por consiguiente de todo aquello en lo que consistía su vida.

 

La otra nota que define de manera principal este maravilloso régimen político es que se trata de una sociedad no ya fuertemente jerarquizada, sino militarizada. No se suele pensar en Aida como una de las óperas de Verdi en las que la temática de la guerra es más relevante, al contrario de lo que sucede con otras como Il trovatore, La forza del destino, o incluso Otello. Sin embargo, es evidente que la situación de conflicto entre los protagonistas de la ópera se plantea ante la existencia de una confrontación bélica en marcha entre las naciones a las que unos y otros se adscriben, con la divergencia entre la realidad de los afectos personales y las imposiciones que para los comportamientos individuales derivan de la guerra. El Egipto que en esta ocasión se pone ante nuestros ojos es un mundo organizado por y para la guerra. En el templo de Ptah no bailan las sacerdotisas, sino que los soldados pasan revista, de una manera metódica. Y la escena triunfal del acto segundo consiste en un gran desfile del ejército, con salvaje coreografía incluida en la que los soldados victoriosos desarrollan una exhibición de sus facultades ; momento en el que el escenario adopta una estructura que podría ser la del auto de fe del tercer acto de Don Carlo, con los potentes del régimen (Faraón-padre, su hija y el general) ubicados en lo alto y en el centro, a modo de imagen o representación de una divinidad que es una y trina, y los quemados por el fuego purificador también presentes, a la vez que invisibles y anónimos, gracias a las imágenes de vídeo que muestran cómo las bombas destruyen los territorios en que habitan. El coro canta Gloria all'Egitto, ad Iside / che il sacro suol difende !, y vemos caer las bombas mientras la iluminación se atenúa para hacer goyescamente anónimos tanto a quienes empuñan las armas como a quienes reciben el fuego : es la aterradora apoteosis del homo bellicus. En fin, lo que esconde la fatal pietra bajo la que morirán Radamès y Aida no es otra cosa que un silo de misiles, siniestros en su quietud, iluminados intensa y significativamente cuando resuenan las palabras últimas de Amneris pidiendo pace, pace, pace.

 

Y en el seno de esta sociedad militar, Radamès ocupa en un principio una posición solamente intermedia, la que corresponde a un prometedor oficial, que sin embargo se halla lejos de las esferas más altas del poder. Nos lo muestra en la escena inicial su vestuario, un uniforme gris como el de sus compañeros soldados, que le sitúa en una posición de inferioridad respecto del general Ramfis, y no se diga respecto de Amneris, ataviada con un elegante vestido verde que a la vez le distingue de la grisura generalizada de los demás (incluyendo a Aida) y le caracteriza como una dirigente sofisticada. Por su parte, el Rey es presentado como un caudillo cuyo retrato preside la escena, benévolo y amadísimo líder de su agradecido pueblo. Condición que alcanzará (brevemente) Radamès tras su victoria militar, como certificación de su ascenso en la estructura social.

 

Las reacciones ante esta producción dependerán probablemente del posicionamiento del que parta el propio espectador. Para un público como el londinense, que más allá de su orientación en general favorable a una lectura literal de los libretti, se caracteriza por un marcado gusto por el espectáculo (no es en vano que el teatro del Covent Garden se ubica en el medio del West End, tierra de los musicales), la propuesta de Carsen sin duda ha de ser considerada moderna e incluso un tanto árida, puesto que renuncia a cuanto Aida posee de gran exhibición de colorido y de masas conforme al paradigma tradicional. Sin embargo, para una mirada más habituada, como la del público centroeuropeo, a las nuevas interpretaciones teatrales, el trabajo de Carsen puede incluso ser tachado de poco sustancioso. Al fin y al cabo, más allá de la trasposición de la acción a unas coordenadas espacio-temporales diversas de las que el libreto indica, tanto la dramaturgia de la obra como el carácter de los personajes, y el sentido de las relaciones entre ellos, se mantienen de una manera perfectamente reconocible. Incluso hay una llamativa torpeza en un trance dramáticamente clave como es el de la irrupción en la escena de Amonasro una vez que Radamès ha desvelado la ruta que seguirá el ejército egipcio, resuelto con un embarazoso recurso a las gesticulaciones y movimientos más convencionales, de manera tan poco convincente que incluso provoca algunas risas por parte de un público, el londinense, siempre atento a los momentos de comedia, sea esta del género voluntario o bien, como en esta ocasión, del involuntario. Se tiene, en cierto modo, la sensación de que Carsen se hubiera contentado con plantear una idea-fuerza, la del Egipto faraónico como estado totalitario con su cortejo de consecuencias, la guerra y la negación o la imposibilidad de lo humano, pero no hubiese deseado o sabido ir más allá en la relectura o reinterpretación de la obra.

 

Lo que de manera menos controvertible hace la gloria de esta nueva producción de Aida es la dirección musical del responsable del teatro, Antonio Pappano. Su interpretación se sitúa en (o al menos aboca a) la línea de dignificación de esta música en la que han insistido otros grandes intérpretes verdianos cuyo nombre no es necesario ahora mencionar, por el sentido de las proporciones, por la nitidez con que son analizadas y expuestas las diversas voces del tejido orquestal, por lo bien temperado de los acentos que corresponden a las sucesivas escenas, por la lógica en general inapelable de los tempi escogidos. Escuchamos un Verdi en cierto sentido apolíneo, magníficamente expuesto, un Verdi del clasicismo que no se deja llevar (tampoco lo permitiría el reparto disponible) por arrebatos en la expresión, que conserva en buena medida la elegancia del estilo belcantista. Pero no es, pese a su moderación, un Verdi frío o de ribetes neoclásicos : el flujo dramático con el que discurre la música es evidente desde los primeros compases del preludio, como también lo es la cooperación permanente con los solistas y el sentido del colorido dentro de cada una de las escenas.

 

Indicio del trabajo de conjunto realizado por el director musical es asimismo la excelente dicción tanto de los diversos integrantes del reparto (o de la mayoría de ellos, al menos…), como en especial del coro del teatro, perfectamente comprensible al enunciar el texto tanto en los momentos en que está presente sobre el escenario como en aquellos otros en que le corresponde cantar desde fuera. Alcanzando en la escena triunfal (aunque tal calificativo no es seguro que convenga a su signo en esta producción) un sonido de una potencia y riqueza impactantes.

 

Al igual que en la reciente edición 2022 del Festival de Salzburgo, el difícil papel de la protagonista se encomienda a la soprano Elena Stikhina. Con un formato vocal que dista tanto del de las grandes intérpretes históricas como del de varias de las más célebres representantes actuales (Radvanovsky, Netrebko), Stikhina es en cierto modo una Aida da camera, una voz de cristal a punto de quebrarse, que trasluce la extrema debilidad en que se halla el personaje, más que su linaje real. Muy aplicada en lo teatral, muy detalladamente guiada desde el foso, logra retratar a una mujer en una encrucijada sin salidas, víctima de las circunstancias, una pariente lejana de las heroínas belcantistas que sufren pasivamente su destino. La voz posee más presencia en la franja aguda (sobre todo cuando es emitida en forte) que en el centro y el grave, lo que quizá explica la relativa impresión de escasez de color y de presencia de algunas de las frases. El instrumento experimenta algunas dificultades para modular en O patria mia (recibida sin aplausos); pero tras la reprimenda del padre parece entonarse (bien ejecutado el crescendo en la conmovedora frase Oh patria quanto mi costi !) y ofrece un dúo con el tenor bien cincelado, como lo había estado su Ritorna vincitor en el primer acto. Recibe al final de la función un aplauso cálido del público y responde a él con emotividad.

 

Francesco Meli regresa al papel de Radamès, que debutó hace cinco años en Salzburgo. Al igual que en aquella ocasión, su interpretación es de una musicalidad irreprochable, con un sentido de la línea, de la expresión y del colorido que hacen de él un intérprete distinguido de esta música, y que compensan más que ampliamente los reparos que se podrían formular en materia de potencia o de contundencia y desenvoltura en el registro superior. Estilista concienzudo, culmina Celeste Aida en el difícil si bemol en pianissimo que la partitura prevé. El de Meli no es un Radamès particularmente heroico : no puede serlo ni por las características de su instrumento ni por las exigencias de la producción ; sin embargo, sabe atender con la misma dedicación tanto la faceta de amante como la de general de los ejércitos, albergando en su canto una tensión permanente, como si fuera desde un inicio consciente de lo inseguro de su posición a medio camino entre la ambición profesional y la inclinación personal.

 

Agnieszka Rehlis es una Amneris de sonoros, oscuros y atractivos medios, muy segura en su canto a despecho de una cierta falta de variedad en la expresión. Hemos escuchado otras más Amneris más enamoradas, más iracundas y más desesperadas, como la de Zajick ; también a otras labradas en un más deslumbrante mármol, como la de Urmana. La de Rehlis parece mantenerse (hasta la escena final) siempre en perfecto control de cada una de las situaciones, como si en cierto modo lo fundamental para ella no fuese la relación con Radamès sino su puesto de mando en la élite del régimen. Quizá por ello, suscita su interpretación un cierto sentido de frialdad o de indiferencia. En la gran escena del acto cuarto, la música le conduce a los límites de las posibilidades de su instrumento, y el resultado no es todo lo impactante que se desearía, con un agudo de culminación más bien breve y una sensación de incomodidad.

 

Ludovic Tézier impone su experiencia, su autoridad y su sentido de la palabra en su interpretación del papel de Amonasro, otorgando el relieve necesario a cada una de las frases de su texto (formidable la violencia con que arroja a la hija la decisiva frase dei Faraoni tu sei la schiava), pero sin renunciar a la elegancia de la línea de canto ni a la arrogante exposición de la belleza de un timbre de nobleza inmediatamente aparente.

 

Los dos bajos están bien diferenciados tímbrica e interpretativamente entre sí. De manera quizá no casual, el personaje del Rey está encomendado a un intérprete de rasgos orientales, más concretamente surcoreano, e In Sung Sim lo interpreta con la necesaria autoridad, enunciando su texto de una manera clara, mientras que desde el punto de vista teatral es la perfecta encarnación del dictador imaginado por Carsen. Soloman Howard, como Ramfis, es quizá la voz con mayor impacto y caudal de todo el reparto, y sabe traducir no solo su presencia dominante en las entretelas del poder, por encima incluso de los dictados del Rey, sino también su talante autoritario, rígido y cruel, al modo de un Gran Inquisidor.

Andrés Presno, tenor uruguayo procedente del programa Jette Parker young artists, de jóvenes cantantes del teatro, sabe en su breve intervención imponer la presencia de un instrumento que se adivina de cierta corpulencia y presencia. Francesca Chiejina, soprano de origen nigeriano, igualmente discípula del programa Jette Parker, despliega la seducción y el misterio que convienen a la música de la Gran Sacerdotessa (un papel que en este mismo teatro cantó en 1973 una jovencísima Kiri Te Kanawa…).

 

Aida (1871)

Giuseppe Verdi (1813–1901)

Opéra en quatre actes (1871) sur un livret d’Antonio Ghislanzoni d’après Auguste Mariette

Direction musicale : Antonio Pappano 

Mise en scène : Robert Carsen

scénographie : Miriam Buether

costumes : Annemarie Woods

lumières : Robert Carsen / Peter van Praet

Vidéo : Duncan McLean

Chorégraphie : Rebecca Howell

Chef de choeur : William Spaulding

 

il Re : In Sung Sim

Amneris : Agnieszka Rehlis

Aida : Elena Stikhina

Radamès : Francesco Meli

Ramfis : Soloman Howard

Amonasro : Ludovic Tézier

Une messaggero : Andrés Presno

Sacerdotessa : Francesca Chiejina

 

Chœur et orchestre du Royal Opera House

Londres, Royal Opera House, Covent Garden, le vendredi 30 septembre 2022 à 20h

Cette nouvelle production de Aida au Royal Opera House mise en scène par Robert Carsen déplace dans l'univers d'une dictature contemporaine les amours de la jeune éthiopienne et le général égyptien. Le plateau de haute tenue présente aux côtés du Radamès de Francesco Meli et l'Amonasro de Ludovic Tézier, la belle prestation de Agnieszka Rehlis en Amneris et Elena Stikhina en Aida – tous parfaitement soutenus par la direction détaillée et vigoureuse de Antonio Pappano.

In Sung Sim (il Re), Agnieszka Rehlis (Amneris), Elena Stikhina (Aida), Soloman Howard (Ramfis), Ludovic Tézier (Amonasro)

 

Le Royal Opera House n'a pas été particulièrement chanceux dans son histoire (du moins dans son histoire récente) lorsqu'il s'agit de ses productions d'Aïda. Contrairement à d'autres titres essentiels du répertoire, et en particulier du répertoire italien, aucune des productions successives présentées au cours des dernières décennies ne s'est imposée comme une référence destinée à perdurer dans le temps, et également d'un point de vue musical, aucune d'entre elles n'a été totalement satisfaisante, pour une raison ou une autre. La succession rapide de nouvelles productions dans les archives du théâtre suggère à elle seule que quelque chose a mal tourné sur les rives du Nil-Thames : en 1984 celui de Jean-Pierre Ponnelle (avec le Radamès de Luciano Pavarotti), en 1994 celui d'Elijah Moshinsky (il existe un enregistrement audiovisuel avec la protagoniste de la première, la controversée Cheryl Studer), en 2003 celui de Robert Wilson (déjà dirigé à cette occasion par Pappano, avec Norma Fantini et Johan Botha dans les rôles principaux), et le dernier, créé en avril 2010, confié à Nicola Luisotti et David McVicar, avec un trio composé de Micaela Carosi, Marcelo Álvarez et Marianne Cornetti, repris pour une seule représentation au printemps de l'année suivante.

Aujourd'hui, le directeur musical de la maison, Antonio Pappano, revient dans son théâtre à une œuvre qu'il a enregistrée pour le disque il y a quelques années à partir d'une exécution de concert avec une distribution stellaire (Harteros, Kaufmann), mais avec son Orchestre romain dell'Accademia di Santa Cecilia. Et il le fait avec une nouvelle production commandée à Robert Carsen, qui remplace celui de McVicar après seulement douze ans. Carsen est l'une des figures internationales les plus solidement établies dans le domaine de la mise en scène, et pour les goûts plutôt conservateurs des pays anglo-saxons, il représente un engagement en faveur d'une modernité assimilée par le grand public, ou en d'autres termes, d'une vision aggiornata des opéras, mais qui se garde d'intervenir dans les grandes lignes de leur architecture. En quelque sorte, la quadrature du cercle tant attendue : le renouvellement, mais dans le respect de la tradition. Généralement plus inspiré par le répertoire du XVIIIe siècle, en particulier par Haendel (il suffit de penser à son Alcina pour le Palais Garnier, son Semele pour l'Opernhaus Zürich ou son Il trionfo del tempo e del disinganno à Salzbourg 2021), sa facette d'industriel de la régia fait que ses résultats sont inégaux, en fonction de sa plus ou moins grande affinité avec tel ou tel répertoire (son Des Ring der Nibelungen n'est pas l'un des plus remarquables que nous ayons vus), et lorsqu'il s'agit de reprises, du temps consacré à leur préparation.

Dans le cas d'Aïda, Carsen s'est essentiellement intéressé aux aspects politiques ou publics de l'intrigue. L'histoire des relations amoureuses ou affectives entre les protagonistes est, dans sa lecture, une sorte de sous-produit ou de distillation des conditionnements politiques et sociaux dans lesquels se trouvent ces personnages. Les commentateurs d'Aïda soulignent souvent la double facette d'un personnage comme Radamès, à la fois général victorieux et homme amoureux ; Moins fréquemment, ils soulignent l'ambiguïté et les contradictions du personnage d'Amneris, également une femme de pouvoir avec une présence publique fortement marquée par sa position de fille du pharaon, mais en conflit avec une personnalité privée peu sûre, qui, au-delà de la nostalgie de l'amour non partagé de Radamès, la conduit à rechercher une certaine proximité ou une proximité personnelle (bien qu'ambivalente) avec sa rivale Aïda, au point de devenir dans le dernier acte ce que l'on pourrait appeler une voix critique de son propre régime, non seulement dans l'imprécation furieuse des prêtres, mais aussi dans les émouvants plaidoyers pour la paix avec lesquels, par sa voix, Verdi et Ghislanzoni mettent fin à l'opéra, d'une manière qui transcende clairement le destin individuel des (trois) protagonistes. Impossible de penser que, dans le régime des pharaons, une défiance aussi explicite des diktats du pouvoir puisse passer inaperçue.

Et encore moins souvent, peut-être parce que cela semble si évident, l'accent a été mis sur les conséquences inconfortables d'aimer ou d'être aimé dans cet opéra. En fait, dans cette Égypte factice, aimer l'autre implique ou signifie manipuler, tromper et finalement conduire à la perte de l'autre : Amneris manipule ou fait semblant de manipuler et de tromper Radamès à deux reprises, et d'une certaine manière, c'est son obstination, sa myopie et son égoïsme qui conduisent le général à son destin sous la pietra fatale ; Amonasro fait du chantage affectif à sa fille bien-aimée, et c'est son fanatisme, le fait de faire passer les considérations politiques avant les considérations personnelles, qui déclenche la fin prématurée (comme Violetta, morir sì giovane) de sa progéniture ; Aida, à son tour, trompe et manipule Radamès en lui soutirant des informations militaires secrètes, utilisant la musique la plus séduisante et les promesses d'un avenir heureux pour provoquer sa chute et sa condamnation. Quant à Radamès, même s'il n'utilise pas activement Aïda pour arriver à ses fins, il ne faut pas être trop critique pour se rendre compte que son scénario préféré est de rester publiquement le mari de la fille du pharaon et en privé l'amant de l'esclave éthiopienne, son jeu n'étant pas tant l'indécision que la duplicité, même s'il est vite dépassé par l'intelligence et la capacité de fascination d'Aïda lorsqu'elle le met face à un dilemme de choix.

Le point commun de toutes ces relations personnelles est qu'elles sont directement conditionnées, ou plus précisément contaminées, par le contexte politique et social dans lequel elles s'inscrivent. Dans ce monde en guerre, la possibilité d'un amour sincère, qu'il soit conjugal ou filial, n'existe pas. En tant que figures du pouvoir, Amneris et Radamès présentent un visage public qui contraste avec leur personnalité privée ; en tant que représentants du royaume vaincu, Aïda et Amonasro sont contraints de dissimuler leur identité, de masquer leurs desseins et, dans le cas d'Aïda, de cacher également la réalité de sa relation avec le général triomphant de l'armée ennemie.

En somme, les quatre principaux protagonistes de la pièce sont tous des pions, des personnages quelque peu anecdotiques, des lames dans le vent de forces politiques qui les dépassent et sur lesquelles ils n'ont aucune prise. Et c'est ce que Carsen met en évidence dans sa mise en scène, les dépouillant des pièges qu'une vision romanesque de l'intrigue a imposés, regardant leurs problèmes et leurs actions avec une certaine distance, comme s'il était un scientifique montrant les résultats d'une expérience.

Dans cette production, l'action se déroule dans un régime totalitaire non identifié, mais que tout spectateur ayant l'habitude de suivre l'actualité mondiale pourra situer avec un degré de certitude considérable. Qu'il s'agisse de l'une des dictatures populaires du terrible vingtième siècle, ou de l'une des versions de sa métamorphose, c'est-à-dire de sa continuation, dans le vingt-et-unième siècle loin d'être rassurant, la situation géographique spécifique de cette dystopie importe peu, tout comme les circonstances historiques particulières qui ont donné naissance à ce gouvernement militaire et qui déterminent son conflit avec la structure étatique voisine. Ayant banni la pratique traditionnelle consistant à présenter les protagonistes éthiopiens comme des personnages noirs, aujourd'hui considérée comme inacceptable par certains esprits pieux, notamment d'Amérique du Nord, qui l'assimilent à la pratique humiliante du blackfacing, développée sous ces mêmes latitudes, cette Aïda ne soulève même pas ou ne semble pas se préoccuper de la question du colonialisme, présente dans d'autres productions récentes de l'œuvre. La vision de l'histoire adoptée est plus schématique, ou si vous préférez abstraite, en tout cas plus universelle ; et ce qui est présenté est ce que Britten appellerait la pitié de la guerre.

La scénographie nous place devant une série d'environnements intérieurs fermés et oppressants : Des murs de béton apparent qui s'élèvent et se prolongent jusqu'au fond de la scène (tout en servant astucieusement de caisse de résonance pour les voix), une monumentalité qui a quelque chose d'un tombeau ou du moins d'un bunker, comme si toute l'action se déroulait (comme une préfiguration de la scène finale) dans un souterrain, comme s'il n'était pas possible, ou du moins pas conseillé, de regarder le monde extérieur, la réalité de la nature, la rive voluptueuse que la musique décrit de manière sensuelle au début de l'acte III, et qui, dans ce cas, est évoquée exclusivement par la présence d'un feu circulaire, comme un feu sacré, au centre de la scène. L'existence d'un monde en dehors de ce labyrinthe collectif sans issue ni prison, qui n'exporte que des armées et des bombes, est également suggérée dans ce même troisième acte par l'ouverture, pour la première fois depuis le début de la pièce, de couloirs sur les côtés des murs ; bien entendu, la présence des sbires armés d'Amonasro est dissimulée dans ces couloirs. Le temple de Ptah dans lequel Radamès est proclamé chef de l'armée (scène deux de l'acte I) est ici formé d'une succession de bancs, à l'avant desquels se tient le grand prêtre Ramfis brandissant un Livre : c'est l'image de la religion comme un des instruments d'auto-légitimation du régime, image qui prend une connotation terrible en raison du caractère rigide, stéréotypé, bref férocement inhumain des gestes des célébrants. C'est également ici qu'a lieu le procès de Radamès à l'acte IV, qui, dans ce cas, est présenté (contrairement au livret) avec l'accusé et les juges présents et visibles sur scène, tandis qu'Amneris erre de manière de plus en plus incontrôlée et pathétique autour des bancs successifs. Sourds à ses plaintes, les prêtres, en l'occurrence les militaires, finiront par l'abandonner jusqu'à l'image de clôture de la scène où la fille du pharaon tente sans succès d'ouvrir une porte qui, pour elle, est fermée. C'est l'image, non plus de sa débâcle intime et personnelle, mais de sa chute du pouvoir, de la fin, donc, de tout ce qu'a été sa vie.

L'autre grand trait caractéristique de ce merveilleux régime politique est qu'il s'agit d'une société non plus fortement hiérarchisée, mais militarisée. Aida n'est généralement pas considéré comme l'un des opéras de Verdi dans lequel le thème de la guerre est le plus pertinent, contrairement à d'autres comme Il trovatore, La forza del destino ou même Otello. Cependant, il est clair que la situation de conflit entre les protagonistes de l'opéra est posée par l'existence d'une guerre permanente entre les nations auxquelles ils appartiennent, avec la divergence entre la réalité des affections personnelles et les impositions que la guerre impose aux comportements individuels. L'Égypte qui est placée sous nos yeux à cette occasion est un monde organisé par et pour la guerre. Dans le temple de Ptah, les prêtresses ne dansent pas, mais les soldats passent en revue de manière méthodique. Et la scène triomphale du deuxième acte consiste en une grande parade militaire, incluant une chorégraphie sauvage, dans laquelle les soldats victorieux font une démonstration de leurs prouesses ; À ce stade, la scène adopte une structure qui pourrait être celle de l'auto de fe du troisième acte de Don Carlo, avec les dirigeants du régime (le pharaon-père, sa fille et le général) placés en haut et au centre, comme une image ou une représentation d'une divinité une et trine, et ceux qui sont brûlés par le feu purificateur également présents, à la fois invisibles et anonymes, grâce aux images vidéo qui montrent comment les bombes détruisent les territoires qu'elles habitent. Le chœur chante Gloria all'Egitto, ad Iside / che il sacro suol difende ! et nous voyons les bombes tomber tandis que l'éclairage s'atténue pour rendre anonymes ceux qui manient les armes et ceux qui reçoivent le feu : c'est l'apothéose terrifiante de l'homo bellicus. En fin de compte, ce qui cache la pietra fatale sous laquelle Radamès et Aida vont mourir n'est rien d'autre qu'un silo de missiles, sinistres dans leur immobilité, illuminés de manière intense et significative lorsque résonnent les derniers mots d'Amneris, demandant du rythme, du rythme, du rythme.

Elena Stikhina (Aida), Francesco Meli (Radamès)

Et au sein de cette société militaire, Radamès n'occupe d'abord qu'une position intermédiaire, celle d'un officier prometteur, qui est cependant loin des plus hautes sphères du pouvoir. Cela se manifeste dès la scène d'ouverture par son costume, un uniforme gris comme celui de ses compagnons d'armes, qui le place dans une position d'infériorité par rapport au général Ramfis, sans parler d'Amneris, qui est vêtue d'une élégante robe verte qui à la fois le distingue de la grisaille générale des autres (y compris Aïda) et le caractérise comme un chef sophistiqué. Pour sa part, le roi est présenté comme un chef de guerre dont le portrait préside à la scène, un leader bienveillant et aimé de son peuple reconnaissant. Un statut que Radamès atteindra (brièvement) après sa victoire militaire, comme une certification de son ascension dans la structure sociale.

Les réactions à cette production dépendront probablement de la position de départ du spectateur. Pour un public comme celui de Londres, qui au-delà de son orientation générale en faveur d'une lecture littérale des livrets, se caractérise par un goût prononcé pour le spectacle (ce n'est pas pour rien que le théâtre de Covent Garden est situé au milieu du West End, terre des comédies musicales), la proposition de Carsen doit sans doute être considérée comme moderne et même quelque peu aride, puisqu'elle renonce à ce qu'Aïda a de grand déploiement de couleurs et de masses selon le paradigme traditionnel. Cependant, pour un regard plus habitué, comme celui des spectateurs d'Europe centrale, aux nouvelles interprétations théâtrales, l'œuvre de Carsen peut même être rejetée comme insubstantielle. Après tout, au-delà de la transposition de l'action dans des coordonnées spatio-temporelles différentes de celles indiquées dans le livret, tant la dramaturgie de la pièce que le caractère des personnages, et le sens des relations entre eux, sont maintenus de manière parfaitement reconnaissable. Il y a même une maladresse frappante dans un moment dramatiquement clé, celui de l'irruption d'Amonasro sur la scène après que Radamès ait révélé la route que l'armée égyptienne va emprunter, résolu par un recours embarrassant aux gestes et aux mouvements les plus conventionnels, si peu convaincants qu'ils provoquent même quelques rires de la part d'un public londonien, toujours attentif aux moments de comédie, qu'ils soient volontaires ou, comme en cette occasion, involontaires. On a, en quelque sorte, le sentiment que Carsen se serait contenté d'avancer une idée-force, celle de l'Égypte pharaonique comme État totalitaire avec son cortège de conséquences, la guerre et la négation ou l'impossibilité de l'humain, mais n'aurait pas voulu ou su aller plus loin dans la relecture ou la réinterprétation de la pièce.

Ce qui, de manière moins controversée, fait la gloire de cette nouvelle production d'Aïda, c'est la direction musicale du chef du théâtre, Antonio Pappano. Son interprétation se situe dans (ou du moins s'inscrit dans) la ligne de dignification de cette musique sur laquelle insistent d'autres grands interprètes verdiens dont il n'est pas nécessaire de citer les noms, par le sens des proportions, par la clarté avec laquelle les différentes voix du tissu orchestral sont analysées et exposées, par les accents bien tempérés qui correspondent aux scènes successives, par la logique généralement peu attrayante des tempi choisis. Nous entendons un Verdi dans un certain sens apollinien, magnifiquement exposé, un Verdi du classicisme qui ne se laisse pas emporter (et la distribution disponible ne le permettrait pas) par des débordements d'expression, qui préserve dans une large mesure l'élégance du style bel canto. Mais il ne s'agit pas, malgré sa retenue, d'un Verdi froid ou néo-classique : le flux dramatique avec lequel la musique s'écoule est évident dès les premières mesures du prélude, tout comme la coopération constante avec les solistes et le sens de la couleur dans chacune des scènes.

Indicateur du travail d'ensemble réalisé par le directeur musical est également l'excellente diction des différents membres de la distribution (ou de la plupart d'entre eux, du moins…), et surtout du chœur du théâtre, parfaitement compréhensible dans l'énonciation du texte tant lorsqu'il est présent sur scène que lorsqu'il chante de l'extérieur. Obtenant dans la scène triomphale (bien qu'un tel qualificatif ne soit pas certain de convenir à son signe dans cette production) un son d'une puissance et d'une richesse saisissantes.

 

Comme dans la récente édition 2022 du Festival de Salzbourg, le rôle difficile de la protagoniste est confié à la soprano Elena Stikhina. Avec un format vocal éloigné de celui des grands interprètes historiques comme de celui de plusieurs des représentants les plus célèbres d'aujourd'hui (Radvanovsky, Netrebko), Stikhina est en quelque sorte une Aida da camera, une voix de verre au bord de la rupture, qui révèle l'extrême faiblesse dans laquelle se trouve le personnage, plutôt que sa véritable lignée. Très appliquée dans la théâtralité, très soigneusement guidée depuis la fosse, elle réussit à dépeindre une femme à la croisée des chemins, sans issue, victime des circonstances, lointaine parente des héroïnes du bel canto qui subissent passivement leur destin. La voix a plus de présence dans les aigus (surtout lorsqu'elle est livrée en forte) que dans le centre et les basses, ce qui explique peut-être le manque relatif de couleur et de présence dans certaines phrases. L'instrument éprouve quelques difficultés à moduler dans O patria mia (reçu sans applaudissements) ; mais après la réprimande du père, il semble s'épanouir (le crescendo de la touchante phrase Oh patria quanto mi costi ! est bien exécuté) et offre un duo bien ciselé avec le ténor, comme l'était son Ritorna vincitor au premier acte. Il reçoit des applaudissements chaleureux du public à la fin de la représentation et y répond avec émotion.

Elena Stikhina (Aida), Francesco Meli (Radamès)

Francesco Meli reprend le rôle de Radamès, qui a fait ses débuts il y a cinq ans à Salzbourg. Comme à cette occasion, son interprétation est d'une musicalité irréprochable, avec un sens de la ligne, de l'expression et de la couleur qui fait de lui un interprète distingué de cette musique, et qui compense largement les réserves que l'on pourrait avoir sur la puissance ou la force et l'aisance dans le registre supérieur. Styliste consciencieux, il fait culminer Celeste Aida dans le difficile si bémol pianissimo que la partition prévoit. Le Radamès de Meli n'est pas un Radamès particulièrement héroïque : il ne peut l'être ni à cause des caractéristiques de son instrument ni à cause des exigences de la production ; néanmoins, il sait s'occuper avec un égal dévouement de la facette d'amant et de général des armées, entretenant dans son chant une tension permanente, comme s'il était conscient dès le départ de l'insécurité de sa position à mi-chemin entre l'ambition professionnelle et l'inclination personnelle.

Agnieszka Rehlis est une Amneris aux moyens sonores, sombres et séduisants, très sûre dans son chant malgré un certain manque de variété d'expression. Nous avons entendu d'autres Amneris plus enamourées, plus courroucées et plus désespérées, comme celle de Zajick ; d'autres encore, taillées dans un marbre plus éblouissant, comme celle d'Urmana. Celle de Rehlis semble tenir son rang (et être une Amneris de plus belle facture). Celle de Rehlis semble (jusqu'à la scène finale) toujours maîtriser parfaitement chaque situation, comme si, d'une certaine manière, ce qui était fondamental pour elle n'était pas sa relation avec Radamès mais sa position de commandement dans l'élite du régime. C'est peut-être pour cette raison que sa performance suscite un certain sentiment de froideur ou d'indifférence. Dans la grande scène de l'Acte IV, la musique la pousse aux limites des possibilités de son instrument, et le résultat n'est pas aussi impressionnant qu'on pourrait le souhaiter, avec un aigu culminant plutôt bref et un sentiment d'inconfort.

Ludovic Tézier impose son expérience, son autorité et son sens du mot dans son interprétation du rôle d'Amonasro, donnant le relief nécessaire à chacune des phrases de son texte (formidable la violence avec laquelle il lance à la fille la phrase décisive dei Faraoni tu sei la schiava), mais sans renoncer à l'élégance de la ligne de chant ni à l'exhibition arrogante de la beauté d'un timbre à la noblesse immédiatement apparente.

Les deux basses sont bien différenciées l'une de l'autre sur le plan du timbre et de l'interprétation. Ce n'est peut-être pas un hasard si le personnage du roi est confié à un interprète aux traits orientaux, plus précisément sud-coréens, et In Sung Sim l'incarne avec l'autorité nécessaire, énonçant son texte de manière claire, tout en étant, d'un point de vue théâtral, l'incarnation parfaite du dictateur imaginé par Carsen. Soloman Howard, dans le rôle de Ramfis, est peut-être la voix qui a le plus d'impact et la plus grande portée de tout le casting, et il sait traduire non seulement sa présence dominante dans les interwebs du pouvoir, au-dessus même des diktats du Roi, mais aussi son caractère autoritaire, rigide et cruel, à la manière d'un Grand Inquisiteur.

Andrés Presno, ténor uruguayen issu du programme pour jeunes chanteurs de théâtre Jette Parker, sait imposer par sa brève apparition la présence d'un instrument d'une certaine corpulence et d'une certaine prestance. Francesca Chiejina, soprano d'origine nigériane, également disciple du programme de Jette Parker, déploie la séduction et le mystère qui conviennent à la musique de la Gran Sacerdotessa (un rôle chanté dans ce même théâtre en 1973 par une toute jeune Kiri Te Kanawa…).

 

À la fin de la représentation, le public a récompensé chacun des chanteurs par des applaudissements chaleureux, et a réservé une ovation un peu plus forte au directeur musical. À Londres, les applaudissements du public sont généralement généreux mais brefs, en tout cas beaucoup plus brefs que dans d'autres capitales musicales, probablement parce que le rythme de vie de la métropole l'impose ; et il en est ainsi dans ce cas. L'impression générale est celle d'une réussite : au-delà des faiblesses relatives de certaines parties de la distribution, cette Aïda présente un niveau d'excellence rarement égalé ou dépassé dans la direction musicale, et la production de Carsen possède une rigueur et une clarté qui pourraient lui permettre d'atteindre, cette fois, une longue durée de vie. Les eaux du Nil semblent s'être calmées dans leur rencontre avec la Tamise…

Agnieszka Rehlis (Amneris)
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Antoine Lernez
Antoine Lernez aux lointaines origines hispaniques et très lié aux cultures latinoaméricaines, est juriste, spécialisé en droit international. Il parcourt donc le monde, et tel un autre Wanderer, il s’arrête quelquefois là où il y a un opéra, ce qui en fait un des meilleurs et des plus fins connaisseurs de l’art lyrique. Quelquefois, quand l’occasion fait le larron, il fait profiter Wanderersite.com de sa science par des articles fouillés.

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