Múnich, Prinzregententheater, martes 9 de julio de 2024, 19.00 horas

Este Pelléas et Mélisande, estrenado en el Prinzregententheater durante la celebración de los Opernfestspiele, era para la Bayerische Staatsoper la última de las nuevas producciones de esta temporada 2023/24, que deja para el recuerdo éxitos tan considerables como los alcanzados por Die Fledermaus, Die Passagierin o Le Grand Macabre, junto con alguna que otra decepción de cuyos nombres no queremos acordarnos. Concebido en torno al monumental Golaud de Christian Gerhaher, este acercamiento a Pelléas se ubica, presidido por un ánimo de presentar concentradamente la esencia misma de la obra, y a la vez por una modestia siempre saludable, dentro del número de las ocasiones felices ; tanto dentro del contexto de la temporada del teatro bávaro, como más en general de los acercamientos habidos en los últimos años a la inaccesible fascinación que suscita el drama lírico de Debussy y Maeterlinck.

 

La anterior producción de Pelléas et Mélisande que había presentado la Bayerische Staatsoper se remonta, dentro del periodo de Nikolaus Bachler, a los festivales de verano de 2015, y se ofreció también en este mismo, apropiadísimo, marco del Prinzregententheater, que a fin de cuentas no deja de ser una suerte de recreación en miniatura del Festspielhaus de Bayreuth en el que Gérard Mortier quizá soñó en algún momento con representar el drama lírico de Debussy ; y que además cuenta, en el pequeño jardín al que se accede desde la parte lateral posterior izquierda del edificio, con una preciosa fuente de la que mana el agua por las bocas de lo que podrían ser dos cabezas de jabalí (de nuevo Bayreuth), una fuente que bien podría ser una versión muniquesa de la fontaine des aveugles.

 

Aquel Pelléas de 2015, sin embargo, no se vio coronado por el éxito ; pese a la dirección como siempre refinada, volátil y sensible del extraordinario Constantinos Carydis, un reparto no mucho más que cumplidor en su conjunto no fue capaz de dar vida a una producción, firmada por Christiane Pohle bajo el signo de un metódico distanciamiento emocional, que sin embargo transpiraba menos desolación que puro y simple ennui, y cuya principal virtud parece haber sido la de concitar un rechazo poco menos que unánime, hasta el punto de no haber sido jamás repuesta. Los archivos del blog del Wanderer nos permiten comprobar que este, siempre juicioso, optó por concentrar su atención por aquella época en los Pelléas presentados en Lyon por Kazushi Ono y Christophe Honoré, y en Florencia por Daniele Gatti y Daniele Abbado. Para el público y la crítica que sí se acercó a la Prinzregentenplatz, el vacío generado por Frau Pohle determinó que se despertaran los recuerdos ya no tan próximos de la producción de Richard Jones en el Nationaltheater (2004), y quizá más todavía, los de la producción debida a Jean-Pierre Ponnelle en el Prinzregententheater (1971), de la que es posible recuperar en internet alguna imagen fascinante.

 

Pelléas no es, por tanto, una obra habitual en las programaciones muniquesas, y tampoco lo es más en general en los teatros centroeuropeos. Al margen de la presentación en Viena (1988) de la mano de Claudio Abbado de la producción de Antoine Vitez creada previamente para La Scala (1986); y al margen de la producción de Ruth Berghaus para la Staatsoper berlinesa (1991) y de la de Robert Wilson para el Festival de Salzburgo (1997), en vano la memoria se esforzará en rescatar producciones presentadas en las últimas décadas, que hayan marcado de una manera realmente duradera y significativa la historia de la recepción de la obra. Las de Guth para Frankfurt (2012), Tcherniakov para Zürich (2016) y Warlikowski para la Ruhrtriennale (2017), no han gozado más allá de sus centros de creación, de la difusión que hubiera merecido su enorme categoría estética y dramática. Todo ello quiere decir que la decisión de Serge Dorny de volver a presentar esta obra, y de hacerlo en unas condiciones en principio próximas a lo ideal, no solo estaba completamente justificada en términos artísticos (pocas orquestas de foso cabe pensar tan cualificadas como lo está la Bayerisches Staatsorchester para recrear, tanto por la riqueza y transparencia de su sonido como por la flexibilidad de su estilo, una música como esta), sino que suscitaba el mayor interés.

Y en fuerte contraste con su colega Christiane Pohle en 2015, la directora de escena holandesa Jetske Mijnssen, una presencia habitual en los últimos años en las programaciones de los diversos teatros europeos, responsable el próximo año del primer Parsifal de Glyndebourne, y que debutaba para la ocasión en la Bayerische Staatsoper, no cosechó en esta sesión de premiere nada más que los aplausos del público.

Mijnssen decide, en cierto modo, contar la historia de Pelléas asumiendo un punto de vista opuesto a aquel del que parten Debussy y Maeterlinck. Así como compositor y libretista envuelven la historia de los protagonistas en un mundo de leyenda tan evocador, rico y espeso que en buena medida pasa a formar parte de la misma esencia percibida de esos seres, sublimando de este modo todo aquello que rodea a una trama que en el fondo podría resultar prosaica y banal, o cuando menos repetida y cotidiana, una historia de adulterio en el contexto de un núcleo familiar cerrado, una historia en que la mujer prefiere al varón, joven como ella, frente a los más maduros, pero cuya distancia se afirma por razón del mundo mágico, estilizado y remoto en que se desarrolla ; Mijnssen prefiere mostrar a nuestros ojos precisamente esa historia, tal como podría haber sucedido, ante nuestros ojos, en los salones parisinos que frecuentaban compositor y libretista. Por eso, el bosque inicial en el que Golaud se ha perdido y encuentra a una desconsolada Mélisande, es una fiesta donde tiene lugar un baile elegante y mundano, una situación en la que inmediatamente comprendemos que nuestros protagonistas se encuentran fuera de lugar (Golaud, que quizá podría ser un Alfredo Germont o un Eugenio Oneguin que décadas después de sus respectivos episodios con la Valéry y con Lensky continúan perdidos en la jungla urbana, rechaza con poca mundanidad los avances de una de las asistentes al baile), y como dos espíritus que se entienden sin necesidad de verbalizar muchas explicaciones, de manera inmediata, casi instintiva, conectan entre sí, unidos por el vínculo de su mutuo aislamiento. Por eso, el castillo de Allemonde es una rica mansión burguesa, de la que solamente vemos o intuimos el mobiliario, mansión que Minjssen trata como un mundo cerrado hasta el punto de lo asfixiante, en el que las escenas más íntimas tienen lugar a la vista, ciencia y paciencia de todos, como es lo propio de esas casas en que nadie dice nada pero todos saben todo. Por eso, el dúo entre Golaud y Mélisande en que él descubre que ella ha perdido su anillo se desarrolla en torno a la mesa del comedor familiar, con todos los miembros de la familia cenando su sopa, escuchando las cosas que Golaud dice de ellos y reaccionando en consecuencia ; por eso, el subsiguiente viaje de Mélisande y Pelléas a la gruta en busca del anillo perdido es un viaje por las maravillas recónditas de la parte inferior de la gran mesa del comedor ; por eso, la subsiguiente escena de la torre, en que Pelléas se abraza eróticamente a la cabellera de Mélisande, tiene lugar (innuendo no demasiado sutil) en el dormitorio de ella y del esposo Golaud, con la pareja absorta en sus juegos mientras que el gigante da vueltas en la cama, hasta que finalmente se despierta para reprender a los (no tan) infantiles amantes ; por eso, cuando Golaud lleva a su hermano Pelléas a descubrir el ambiente asfixiante de lo profundo del castillo, le lleva al pie mismo de la cama donde yace el padre moribundo, imagen visible ya en la segunda escena del primer acto ; por eso, en fin, todos los integrantes de la familia estarán presentes también en la secuencia del dúo final entre los amantes y del fratricidio ritual, asistiendo a él como testigos mudos que quizá sancionan el castigo como una respuesta proporcionada y conforme, incluso necesaria frente a la quiebra de las normas internas del grupo. La evanescencia de la historia presentada por Debussy y Maeterlinck quiere de este modo ser reemplazada por una manera muy directa, casi periodística, muy al gusto de nuestro presente que todo ha de verlo con todos los detalles, de narrar los acontecimientos, de desmitificar el relato y de reducir así a la osamenta o si se quiere a su estructura esencial, una historia que pertenecer pudiera a la crónica de sucesos. Es, en fin, dentro de este afán periodístico que cabe entender que, tras haber sido Amnón-Pelléas aparentemente muerto por Absalón-Golaud al fin del cuarto acto, el mismo Pelléas aparezca a todas luces sano y salvo en el acto quinto dentro de la habitación en que yace Mélisande, llevando entre sus brazos a la pauvre petite, como elocuente sugerencia de que su verdadero padre es él y no el marido.

Pero Mijnssen añade, a este tratamiento desmitificador o naturalista, una dimensión de abstracción, de distancia o de surrealismo onírico, que aporta a la narración una bienvenida dosis de ambigüedad. O si se quiere, de realismo mágico, con todas las distancias que aparentemente puedan separar a la circunspecta Geneviève y la matriarcal Úrsula de Macondo. A diferencia de Katie Mitchell en su producción para Aix-en-Provence, Mijnssen no sigue la senda del hiper-realismo, no intenta reproducir fielmente las estancias en las que sus personajes habitan ni nos hace ver que una piscina es una piscina es una piscina y una mesa es una mesa es una mesa. En el Prinzregententheater, el fondo del escenario permanece (hasta el último acto) rigurosamente negro, generando con ello un espacio que no es otro que el de la mente, el de los recuerdos y el de los sueños ; el de las infinitas posibilidades de una historia que en realidad podría tener lugar en cualquier tiempo y en cualquier lugar, en el París de Maeterlinck y de Debussy, en el Allemonde del libreto, en el castillo del mago Klingsor, o en los foyer por los que se pasearán los propios espectadores cuando regresen a sus hogares, temporales o permanentes, al final de la representación. En el paraíso o en el infierno de la memoria, que según Jean Paul es el único del que no podemos ser expulsados. La presencia figurada o física del agua, discreta pero conspicua, forma parte de esta dimensión : antes de alzarse el telón, con una tempestad que podría ser la de los propios espíritus, la de unas emociones no por contenidas menos reales ; y luego, en las sucesivas escenas, como uno de los elementos que actúa de manera decisiva y recurrente en el devenir de la trama, pues al agua es donde Mélisande arroja, no por error sino por gozosa voluntad el anillo de Golaud, y en el agua será donde este acaba (aparentemente) con la vida del hermano. Es dentro de esta clave onírica, o cuando menos en un territorio a medio camino entre lo real y lo soñado, que se plantea la escena (la confrontación) entre Yniold y Golaud al final del tercer acto, en la que asistimos al rápido desmoronarse de una inútil partida de ajedrez, de la evocación del arco y las flechas, en definitiva de toda la panoplia de juegos que marcan un estado de inocencia imposible de recuperar para el cainita Golaud, cuya mente está irremediablemente ocupada, en trayectoria de círculo infernal, por los reales o imaginarios juegos de adultos a los que su esposa podría, sin él, estar jugando. Es la propia personalidad, la propia estabilidad de Golaud, la que en este punto se desmorona sin remedio, como si nos hallásemos precisamente, por acudir a la terminología vocal, en la zona de passaggio entre la hosquedad recelosa de la primera parte del drama y la violencia descontrolada de la segunda ; para culminar con la imagen caravaggesca, tensa, poderosa, del padre y el hijo en chiaroscuro, Yniold alzado sobre la silla y sobre la mesa, sujetado por el ciego Golaud, dirigiendo ambos tan afanosa como inútilmente la mirada (imagen de la triste impotencia humana de la que después hablará Arkel en su frase memorable, Si j'étais Dieu, j'aurais pitié du coeur des hommes) hacia allá de donde proviene un foco de luz, quizá divino, porque paradójicamente impide ver ; uno de los momentos más concisos y logrados de la producción, uno de los que más permanentemente se quedan en la memoria del espectador.

Y es también dentro de esta clave onírica que Minjssen resuelve, con acierto, el difícil quinto acto. A diferencia de los anteriores, el fondo del escenario está delimitado por un muro, sobre el que se proyectan las palabras, tomadas del parlamento final de Arkel, C'était un pauvre petit être mystérieux comme tout le monde. Y el agua, que hasta ese momento estaba confinada a un civilizado conducto atravesando el proscenio, contenida como las emociones que han de respetar las formas de la civilización, ha invadido ahora la totalidad del suelo por donde los personajes transitan de manera precaria. Se suscita de este modo la sensación de una acción congelada o suspendida, de unos eventos que quizá se sitúan en un pasado solamente imaginario, o que quizá tienen lugar más allá de cualquier noción común del tiempo y el espacio, de una manera cíclica, como si el pasillo por el que Arkel conduce a la pequeña recién nacida fuese a dar al salón de baile del acto primero, donde la historia habrá de volver a comenzar. Se impone una noción, muy debussyana y a la vez muy emparentada con la que es característica del acto tercero de Parsifal, de tiempo después del tiempo y de acción después de la acción. Hemos visto, en un primer plano, casi aumentados al microscopio, los acontecimientos más íntimos de la vida de unos personajes, que sin embargo, continúan siendo tan enigmáticos, tan inaccesibles y en último término tan libres como al inicio de la tarde, y en cierto modo, como el propio espectador lo es para sí mismo.

La dirección musical de esta nueva producción estaba en un principio encomendada a Mirga Gražinytė-Tyla, pero la apretada agenda de esta directora, que dentro de unas pocas semanas estrenará en Salzburgo una nueva producción de El idiota de Weinberg, propició quizá que ya hace unos meses se anunciase su reemplazo por el finés Hannu Lintu, quien como el resto de responsables artísticos del proyecto cosechó en esta jornada de premiere una acogida claramente favorable por parte del público. No podemos saber cuál hubiera sido el desempeño de Gražinytė-Tyla, pero sí sabemos que su presencia no llegó a echarse de menos ; porque Lintu, desde una posición de modestia, sin pretender firmar el Pelléas del siglo ni tan siquiera alzarse a las cotas de refinamiento del predecesor Carydis, realiza un trabajo muy serio, que aprovecha bien las cualidades de los extraordinarios músicos a su disposición, es capaz de dialogar con los planteamientos y sugerencias de la régie, y de permanecer atento a los acontecimientos que se desarrollan sobre el escenario, a despecho, si todo ha de decirse, de un cierto exceso en la dosificación de las dinámicas de los instrumentos, en especial durante la primera parte de la representación. Lintu, que se presentaba en la Bayerische Staatsoper, se atiene a proponer un Pelléas dentro de la tradición del Kapellmeister : no especialmente imaginativo y algo averso a la asunción de riesgos, pero minucioso en la plasmación del riquísimo contenido de la partitura, variado y claro en la exposición de la tímbrica instrumental, empeñado en la plasmación de una paleta sonora de una sensualidad por momentos embriagadora, y sostenido por un pulso dramático alerta, sin incurrir en el tentador pecado de la autocomplacencia, con general acierto a la hora de plasmar el contenido teatral y musical de cada escena ; hasta llegar a un último acto extático, casi parsifaliano, en el que consigue recrear esa difícil sensación de tiempo suspendido, de irreversibilidad y a la vez de ambigüedad, de tragedia y a la vez de transfiguración. No sería justo, y no tendría sentido, confrontar esta interpretación con cualquiera de las más grandes del pasado lejano o reciente, pero sí ha de concederse cuando menos que se trata de una puesta en sonidos muy consistente, que permite disfrutar ampliamente de la partitura y que brinda a los solistas un cuadro propicio para que puedan desarrollar sus talentos.

Según confesó en una entrevista el intendente Serge Dorny, el proyecto de este Pelléas se ha gestado en torno al deseo expresado por Christian Gerhaher de interpretar el papel de Golaud. Y desde ese punto de vista, la empresa solamente puede considerarse como un éxito sin paliativos. Gerhaher, cuya voz ha adquirido en los últimos años unos contornos más dramáticos, pasa así, como Stéphane Degout y como antes Simon Keenlyside a engrosar el número de los barítonos que recorre el camino del más joven al más maduro de los dos hermanos. Golaud es seguramente el verdadero protagonista principal secreto de una ópera que podría también defenderse que no los tiene, de la misma manera en que Amneris es la protagonista de Aida o Margarita es la protagonista de Faust : Golaud es el personaje a quien más íntimamente afectan los acontecimientos que se suceden a lo largo de la ópera, el que más decisivamente resulta transformado, y aquel cuyo interior es explorado de manera más incisiva por el compositor. Golaud, en el retrato que de él realiza Gerhaher, es lo que en términos coloquiales podría caracterizarse como un individuo inadaptado, que se define por una soledad estructural, en cuanto que le resulta imposible establecer una comunicación fructífera con los demás seres que le rodean, y con ello, resolver el conflicto entre sus propios deseos y aspiraciones, y aquello que de él esperan los demás. Esa fricción irá desembocando, según la acción avanza y los acontecimientos se tensan, en accesos de ira, primero verbal y luego física, que son la manifestación de su impotencia, de su incapacidad para hallar su lugar. Golaud, que se quiere ver a sí mismo como el justiciero Absalón (quien según relata el segundo Libro de Samuel mató al hermano Amnón después de que este deshonrara a la virgen Tamar), es sin embargo en realidad un ciego emocional, un aveugle condenado a girar en torno a su fuente ; y todavía más que Mélisande o que el pasivo, lábil y un punto banal Pelléas (ce ne sono tanti per il mondo, de esta clase de héroes, fugaces como la primavera), podría pronunciar las palabras je ne suis pas heureux ici, o más exactamente, decir con Rimbaud, je ne suis pas venu ici pour être heureux. Gerhaher, que como bien se sabe ha construido su carrera otorgando un papel central al Lied, y que nombra a Schumann como su compositor favorito, aporta a su Golaud algo de la bipolaridad, de la inestabilidad y de la turbulencia de los schumannianos Eusebius y Florestan, algo de su introversión y también de su potencialidad explosiva : no son, el silencio atronador de los mayores de la familia lo denuncia con la mayor claridad, los primeros brotes de ira del complicado Golaud, los que vemos acaecer en torno al souper familiar cuando él conoce que Mélisande ha perdido su anillo. Y ese carácter en los confines de lo esquizofrénico, esa inseguridad y esa fragilidad patológicas del celoso que tiene que matar simplement parce que c'est l'usage, la voz y sobre todo la inteligencia descomunal de cantante y de artista de Gerhaher los plasma gracias a un manejo consumado de toda la gama dinámica, sin que en ningún momento sufra merma la claridad diáfana en la articulación del texto, dosificando con el virtuosismo de un miniaturista el color del instrumento a cada palabra, casi a cada sílaba, de una manera en que el interior de los estados de ánimo del personaje sale a la luz con una expresividad, una comunicatividad y una complejidad, rara vez experimentadas. En la voz de Gerhaher, Golaud no es un psicópata violento, no es un ser humano destruido, no es un hijo, un marido y un hermano tan generoso y ejemplar como incomprendido, no es una ruina emocional : es todo eso y a la vez es un enigma, porque es un arquetipo como Caín y como Absalón, y porque la misma violencia soterrada que le domina, encierra la certeza de la reiteración del ciclo de atracción y de muerte, que define su soledad como la del Cíclope que escruta impotente los amores de Ici y Galatea, o como un Sísifo cegado y perdido en el castillo de Allemonde.

En torno a Gerhaher, el resto del reparto hace honor a la categoría extraordinaria que (con justicia) se ha llegado a considerar como un dato evidente por sí mismo cuando de esta institución se trata.

Ante todo, Sabine Devieilhe se erige como una nueva referencia entre las intérpretes del elusivo papel de Mélisande, que en el pasado reciente ha marcado quizá sobre todas sus colegas Patricia Petibon, por última vez en el Teatro Olímpico de Vicenza el pasado mes de octubre. La Mélisande de Devieilhe es un personaje más humano, más joven y más de cámara que la creación al límite de lo neurótico de la Petibon ; un personaje más directo, menos enajenado y más asertivo, con necesidades evidentes desde el punto de vista afectivo y la capacidad para expresarlas, un personaje que en otras circunstancias y en otra vida podría haber sido feliz al lado de un Pelléas cualquiera. La voz posee una fuerza de seducción irresistible, pura y luminosa en la franja superior, bien sombreada sin exageraciones en el centro y el grave, y la intérprete, que ha trabajado también ella cada recodo de su texto, sabe transmitir la inocencia, la sensualidad y la ambigüedad de un personaje que, como debe ser, acaba resultándonos tan simple como inaccesible.

Quizá, desmerece algo en relación con las cotas de excelencia de sus colegas la prestación del tenor Ben Bliss. Si el contraste entre la luminosidad de su timbre mozartiano y la oscuridad del de Golaud es un acierto y sirve como elemento inicial de definición de las diferencias entre los dos personajes, y si no cabe reprochar nada al intérprete en lo que se refiere a su desempeño como actor, retratando bien el carácter sensual, débil, casi infantil todavía, de un personaje que pareciera condenado a ser una página en blanco, sujeto al viento cambiante de los impulsos que de los otros recibe ; no obstante, el instrumento adolece en su emisión de una cierta falta de relieve y de variedad, lo que le hace más vulnerable que sus colegas a verse sumergido en el flujo de los instrumentos, y va, desde el punto de vista del oyente, en merma de la facilidad en la comprensión del texto.

El bajo Franz-Josef Selig vuelve, en esta ocasión, a presentar un retrato de Arkel verdaderamente monumental. La nobleza del timbre, la amplitud del aliento, la claridad en la articulación, la variedad de los acentos, hacen de este Arkel un próximo pariente del Rey Marke del que el propio Selig es también un consumado intérprete, como si estuviéramos ante un Rey Marke envejecido y condenado a ver repetirse los mismos errores, las mismas tragedias, el mismo ciclo que habrá de recorrer de nuevo la pauvre petite y que Arkel, aun conocedor de lo que habrá de suceder, es incapaz de hacer detenerse.

Sophie Koch aporta a la breve parte de Geneviève su gran clase, sabiendo utilizar la pérdida de terciopelo que el tiempo ha ido infligiendo a su instrumento para retratar la decadencia de un personaje que adivinamos que ha recorrido parte del mismo camino sacrificial de la joven Mélisande, de la pauvre petite y de todos los corderos a los que Yniold ve pasar sin comprender todavía, un personaje que en cierto momento supo salir de ese rebaño ; y que por tanto se define ante todo por sus silencios, con una fuerte presencia sobre la escena, con la dosis de frialdad y de distancia, casi de crueldad, que la voz de Koch sabe otorgarle.

En fin, Felix Hofbauer, solista del excelente Tölzer Knabenchor, encarna un Yniold de timbre cristalino, y ya con una personalidad importante que le permite dar la justa réplica a sus colegas de reparto. En especial, en la decisiva escena con que concluye del tercer acto, sabe retratar la antítesis del alma torturada de Golaud, impulsivo, auténtico, sin el peso (todavía) del amour défendu y de la piedra plus lourde que tout.

Por lo que hace a los comprimarios, Martin Snell, una de las presencias habituales en los repartos de la Bayerische Staatsoper (este mismo año le hemos podido disfrutar en Die Passagierin, en Nos o más recientemente como un más que expresivo Sagrestano en Tosca), resuelve con seguridad, autoridad y limpieza la intervención casi oracular del Médico en el último acto. Paweł Horodyski redondea en el sucinto cometido de Pastor un reparto de la máxima calidad.

Lo hemos escrito antes, al término de la representación el éxito que el público ofrece es grande e indudable, quizá incluso superior al que la producción ha cosechado entre una crítica seducida solamente a medias por lo que hemos podido comprobar. Aunque es poco menos que imposible aventurar un vaticinio, en nuestra época ávida de novedades y fugaz en sus hábitos de consumo, acerca del tiempo durante el que llegará a perdurar esta producción, cuando menos puede decirse que esta habrá servido su propósito de servir como el castillo de Allemonde para ser habitada por un Golaud que pasa al territorio del mito.

 

Claude Debussy (1862–1918)
Pelléas et Mélisande (1902)
Drame lyrique en cinq actes et douze tableaux
Livret de Maurice Maeterlinck d'après sa pièce éponyme (1893)
Création le 30 avril 1902 à l'Opéra-Comique, Paris

Direction musicale : Hannu Lintu
Mise en scène : Jetske Mijnssen
Décors et costumes : Ben Baur
Lumières : Bernd Purkrabek
Chorégraphie : Dustin Klein
Dramaturgie : Ariane Bliss
Chef de chœur : Franz Obermair – Directeur artistique Franz-Josef Selig

Arkel : Franz-Josef Selig
Geneviève : Sophie Koch
Pelléas : Ben Bliss
Golaud : Christian Gerhaher
Mélisande : Sabine Devieilhe
Yniold : Felix Hofbauer
Un médecin : Martin Snell
Un berger :Paweł Horodyski

Projektchor der Bayerischen Staatsoper
Bayerisches Staatsorchester

Munich, Prinzregententheater, mardi 9 juillet 2024, 19h

Ce Pelléas et Mélisande, créé au Prinzregententheater de Munich dans le cadre de l'Opernfestspiele 2024, était pour la Bayerische Staatsoper la dernière des nouvelles productions de cette saison 2023/24, qui laisse derrière elle des succès considérables comme Die Fledermaus, Die Passagierin et Le Grand Macabre, ainsi que d'occasionnelles déceptions dont on taira les noms. Conçue autour du monumental Golaud de Christian Gerhaher, cette approche de Pelléas, dominée par le désir de présenter de manière concentrée l'essence même de l'œuvre, marquée en même temps d’une modestie salutaire, s'inscrit dans les occasions heureuses de cette saison qui s’achève ; à la fois dans le contexte de la saison du théâtre bavarois, et plus généralement des approches de ces dernières années de l'inaccessible fascination du drame lyrique de Debussy et de Maeterlinck.

 

La précédente production de Pelléas et Mélisande présentée par la Bayerische Staatsoper remonte à l’Opernfestspiele 2015 sous le mandat de Nikolaus Bachler. Elle a également été proposée dans le cadre très approprié du Prinzregententheater, qui est après tout une sorte de recréation miniature du Festspielhaus de Bayreuth où Gérard Mortier a peut-être rêvé à un moment donné de mettre en scène le drame lyrique de Debussy ; et qui possède aussi, dans le petit jardin auquel on accède par l'arrière gauche du bâtiment, une belle fontaine où l'eau jaillit de la bouche de ce qui pourrait être deux têtes de sangliers (Bayreuth encore), une fontaine qui pourrait bien être une version munichoise de la fontaine des aveugles.

Ben Bliss (Pelléas) Sabine Devieilhe (Mélisande)

Ce Pelléas de 2015 n'a pourtant pas été couronné de succès ; malgré la direction toujours raffinée, volatile et sensible de l'extraordinaire Constantinos Carydis, une distribution guère plus qu'accomplie dans l'ensemble ne parvint pas à donner vie à une production, signée Christiane Pohle marquée d'une méthodique distanciation émotionnelle, qui transpirait pourtant moins la désolation que l'ennui pur et simple, et dont la principale vertu semble avoir été de susciter un rejet à peu près unanime, au point de n'avoir jamais été reprise. Les archives du Blog du Wanderer nous permettent de constater que le Wanderer, toujours judicieux, avait choisi de concentrer son attention à l'époque sur le Pelléas présenté à Lyon par Kazushi Ono et Christophe Honoré, et la production de Florence signée Daniele Gatti et Daniele Abbado. Pour le public et les critiques venus sur la Prinzregentenplatz, le vide créé par Frau Pohle a rappelé la production de Richard Jones au Nationaltheater (2004), et peut-être plus encore celle de Jean-Pierre Ponnelle au Prinzregententheater (1971), dont on peut trouver des images passionnantes sur internet.

Christian Gerhaher (Golaud) Sabine Devieilhe (Mélisande)

Pelléas n'est donc pas une œuvre régulière dans la programmation munichoise, ni plus généralement dans les théâtres d'Europe centrale. Hormis la reprise par Claudio Abbado à Vienne (1988) de la géniale production d'Antoine Vitez créée précédemment pour la Scala (1986) ; hormis la production de Ruth Berghaus pour la Staatsoper de Berlin (1991) et celle de Robert Wilson pour le Festival de Salzbourg (1997), c'est en vain que la mémoire s'efforcera de sauver les productions présentées au cours des dernières décennies qui ont véritablement marqué de façon durable et significative l'histoire de la réception de l'œuvre. Celles de Guth pour Francfort (2012), de Tcherniakov pour Zurich (2016) et de Warlikowski pour la Ruhrtriennale (2017), n'ont pas bénéficié, au-delà de leurs centres de création, de la diffusion que leur énorme force esthétique et dramatique aurait méritée. C'est dire que la décision de Serge Dorny de présenter à nouveau cette œuvre, et ce dans des conditions en principe proches de l'idéal, était non seulement pleinement justifiée sur le plan artistique car peu d'orchestres de fosse peuvent être considérés comme aussi qualifiés que le Bayerisches Staatsorchester pour recréer, tant par la richesse et la transparence de leur sonorité que par la souplesse de leur style, une telle musique, mais suscitait également le plus grand intérêt intrinsèque.

Pelléas et Mélisande (Munich 2024)

Et contrairement à sa collègue Christiane Pohle en 2015, la metteuse en scène néerlandaise Jetske Mijnssen, régulièrement présente ces dernières années dans les programmes de divers théâtres européens, responsable l'an prochain du premier Parsifal à Glyndebourne, et faisant ses débuts pour l'occasion à la Bayerische Staatsoper, n'a récolté que des applaudissements de la part du public lors de cette première.

La production

Ben Bliss (Pelléas) Franz-Josef Selig (Arkel), Christian Gerhaher (Golaud), Sabine Devieilhe (Mélisande)

Mijnssen décide, en quelque sorte, de raconter l'histoire de Pelléas d'un point de vue opposé à celui de Debussy et Maeterlinck. Le compositeur et le librettiste enveloppent en effet l'histoire des protagonistes dans un univers légendaire si évocateur, riche et épais qu'il est part de l'essence même perçue de ces êtres, sublimant ainsi tout le contexte d’une intrigue qui pourrait, au fond, sembler prosaïque et banale, ou du moins répétitive et quotidienne, une histoire d'adultère dans le contexte d'un noyau familial fermé, une histoire dans laquelle la femme préfère les hommes jeunes comme elle, aux plus mûrs, mais dont la distance s'affirme en raison du monde magique, stylisé et lointain dans lequel elle se déroule ; Mijnssen préfère nous montrer précisément cette histoire, telle qu'elle aurait pu se dérouler, sous nos yeux, dans les salons parisiens fréquentés par le compositeur et le librettiste.
Ainsi, la forêt d'ouverture dans laquelle Golaud s'est égaré et retrouve une Mélisande inconsolable, est une fête où se déroule un bal élégant et mondain, situation dans laquelle nous nous rendons immédiatement compte que nos protagonistes ne sont pas à leur place : Golaud, qui pourrait être un Alfredo Germont ou un Eugène Onéguine qui, des décennies après les épisodes respectifs avec Violetta et Lenski, est encore perdu dans la jungle urbaine et repousse avec peu de mondanité les avances d'un des préposés au bal. Comme deux esprits qui se comprennent sans avoir besoin de verbaliser beaucoup d'explications, Mélisande et lui se lient immédiatement, presque instinctivement, l'un à l'autre, unis par le lien de leur isolement réciproque.

Un monde clos jusqu'à l'étouffement

C'est pourquoi le château d'Allemonde est une riche demeure bourgeoise dont on ne voit ou n'entrevoit que l'ameublement, une demeure que Minjssen traite comme un monde clos jusqu'à l'étouffement, dans lequel les scènes les plus intimes se déroulent à la vue de tous, au su et au vu de tous, comme dans ces maisons où personne ne dit rien mais où tout le monde sait tout. C'est pourquoi le duo entre Golaud et Mélisande, au cours duquel il découvre qu'elle a perdu son anneau, se déroule autour de la table familiale, tous les membres de la famille mangeant leur soupe, écoutant ce que Golaud dit d'eux et réagissant en conséquence ; c'est pourquoi le voyage ultérieur de Mélisande et Pelléas à la grotte, à la recherche de l'anneau perdu, est un voyage à travers les merveilles cachées du dessous de la grande table de la salle à manger ;

Christian Gerhaher (Golaud), Sabine Devieilhe (Mélisande),Ben Bliss (Pelléas)

c'est pourquoi la scène de la tour qui suit, dans laquelle Pelléas embrasse érotiquement les cheveux de Mélisande, se déroule (pas vraiment subtilement) dans la chambre à coucher de cette dernière et de son mari Golaud, le couple étant absorbé dans ses jeux tandis que le mari se tourne et se retourne dans son lit, jusqu'à ce qu'il se réveille enfin pour réprimander les amants (pas si) puérils ; c'est pourquoi, lorsque Golaud emmène son frère Pelléas découvrir l'atmosphère suffocante des profondeurs du château, il le conduit au pied même du lit où gît le père mourant, image déjà visible dans la deuxième scène du premier acte ; c'est pourquoi, enfin, tous les membres de la famille seront également présents dans la séquence du duo final entre les amants et le fratricide rituel, y assistant comme des témoins muets qui sanctionnent peut-être le châtiment comme une réponse proportionnée et conforme, voire nécessaire, à la violation des normes internes du groupe.
L'évanescence de l'histoire présentée par Debussy et Maeterlinck veut ainsi être remplacée par une manière très directe, presque journalistique, tout à fait dans le goût de notre présent, qui veut tout voir en détail, raconter les événements, démystifier l'histoire et réduire ainsi à l'os, ou si l'on veut à sa structure essentielle, une histoire qui pourrait appartenir à la chronique des faits divers.

C'est finalement dans le cadre de ce zèle journalistique que l'on peut comprendre qu'après qu'Amnon-Pelléas ait été apparemment tué par Absalon-Golaud à la fin de l'acte IV, Pelléas lui-même apparaisse à l'acte V dans la chambre où gît Mélisande, portant la pauvre petite dans ses bras, comme une suggestion éloquente que son véritable père c’est lui et non son mari.

Sabine Devieilhe (Mélisande),Ben Bliss (Pelléas)

Mais Mijnssen ajoute paradoxalement à ce traitement démystificateur ou naturaliste une dimension d'abstraction, de distance ou de surréalisme onirique, qui confère au récit une dose bienvenue d'ambiguïté. Ou, si l'on veut, de réalisme magique, avec toutes les distances qui peuvent apparemment séparer la circonspecte Geneviève et la matriarcale Ursula de Macondo (dans Cent ans de solitude, de Gabriel Garcia Márquez). Contrairement à Katie Mitchell dans sa mise en scène d'Aix-en-Provence, Mijnssen ne suit pas la voie de l'hyperréalisme, elle ne cherche pas à reproduire fidèlement les pièces qu'habitent ses personnages, ni à nous faire voir qu'une piscine est une piscine et qu'une table est une table. Au Prinzregententheater, le fond de scène reste (jusqu'au dernier acte) rigoureusement noir, générant ainsi un espace qui n'est autre que celui de l'esprit, des souvenirs et des rêves ; celui des possibilités infinies d'une histoire qui, en réalité, pourrait se dérouler à tout moment et en tout lieu, dans le Paris de Maeterlinck et Debussy, dans l'Allemonde du livret, dans le château du magicien Klingsor, ou dans les foyers que les spectateurs eux-mêmes traverseront lorsqu'ils rentreront dans leurs maisons, temporaires ou permanentes, à la fin de la représentation. Dans le paradis ou l'enfer de la mémoire qui, selon Jean-Paul, est le seul dont on ne peut être expulsé.

La présence figurative ou physique de l'eau, discrète mais visible, s'inscrit dans cette dimension : avant le lever du rideau, avec une tempête qui pourrait être celle des esprits eux-mêmes, des émotions qui pour être contenues n'en sont pas moins réelles ; puis, dans les scènes successives, comme l'un des éléments qui agit de manière décisive et récurrente dans le déroulement de l'intrigue, puisque c'est dans l'eau que Mélisande jette l'anneau de Golaud, non par erreur mais par volonté joyeuse, et c'est dans l'eau qu'il mettra (apparemment) fin à la vie du frère.

Felix Hofbauer (Yniold) Christian Gerhaher (Golaud)

C'est dans cette tonalité onirique, ou du moins dans un territoire à mi-chemin entre le réel et le rêvé, que se déroule la scène (l'affrontement) entre Yniold et Golaud à la fin du troisième acte, où l'on assiste à l'effondrement rapide d'une inutile partie d'échecs, de l'évocation de l'arc et des flèches, bref de toute la panoplie de la pièce, bref, de toute la panoplie des jeux qui marquent un état d'innocence impossible à retrouver pour Cain-Golaud, dont l'esprit est irrémédiablement occupé, dans la trajectoire d'un cercle infernal, par les jeux d'adultes réels ou imaginaires auxquels sa femme pourrait, sans lui, être en train de jouer. C'est la personnalité même de Golaud, sa stabilité, qui s'effondre alors sans remède, comme si nous nous trouvions précisément, pour reprendre la terminologie vocale, dans la zone de passage entre la maussaderie suspecte de la première partie du drame et la violence incontrôlée de la seconde ; culminant dans l'image tendue, puissante, caravagesque du père et du fils en clair-obscur, Yniold soulevé sur la chaise et sur la table, tenue par l'aveugle Golaud, tous deux dirigent leurs regards aussi avides qu'inutiles (image de la triste impuissance humaine dont Arkel parlera plus tard dans sa phrase mémorable, Si j'étais Dieu, j'aurais pitié du cœur des hommes) vers le projecteur, peut-être divin, parce que paradoxalement il nous empêche de voir ; l'un des moments les plus concis et les plus réussis de la mise en scène, l'un de ceux qui restent le plus durablement dans la mémoire du spectateur.

Et c'est aussi dans cette tonalité onirique que Minjssen résout avec succès le difficile cinquième acte. Contrairement aux actes précédents, le fond de la scène est délimité par un mur, sur lequel sont projetés les mots, tirés du discours final d'Arkel, C'était un pauvre petit être mystérieux comme tout le monde. Et l'eau, jusqu'alors confinée dans un conduit civilisé à travers le proscenium, contenue comme les émotions qui doivent respecter les formes de la civilisation, a maintenant envahi tout le sol où les personnages marchent de façon précaire. D'où la sensation d'une action figée ou suspendue, d'événements qui se situent peut-être dans un passé imaginaire, ou qui se déroulent peut-être au-delà de toute notion commune de temps et d'espace, de manière cyclique, comme si le couloir par lequel Arkel conduit la petite-fille-nouveau-née menait à la salle de bal du premier acte, où l'histoire doit recommencer. Une notion, très debussyste et en même temps très proche de celle qui caractérise le troisième acte de Parsifal, de temps après temps et d'action après action, s'impose. Nous avons vu, au premier plan, presque grossis au microscope, les événements les plus intimes de la vie de personnages qui restent pourtant aussi énigmatiques, aussi inaccessibles et finalement aussi libres qu'au début de la soirée, et dans un certain sens, que le spectateur lui-même l'est pour lui-même.


La direction musicale

La direction musicale de cette nouvelle production avait été confiée à l'origine à Mirga Gražinytė-Tyla, mais l'emploi du temps chargé de cette cheffe d'orchestre, qui créera dans quelques semaines une nouvelle production de L'Idiot de Weinberg à Salzbourg, a peut-être conduit à l'annonce, il y a quelques mois, de son remplacement par le Finlandais Hannu Lintu, qui, comme les autres responsables artistiques du projet, a été manifestement bien accueilli par le public en ce jour de première. Nous ne pouvons pas savoir quelle aurait été la performance de Gražinytė-Tyla, mais nous savons que sa présence n'a pas manqué ; parce que Lintu, en toute modestie, sans prétendre signer le Pelléas du siècle ni même s'élever aux sommets de raffinement de son prédécesseur Carydis, fait un travail très sérieux, utilisant à bon escient les qualités des extraordinaires musiciens mis à sa disposition, Il sait dialoguer avec les approches et les suggestions de la mise en scène, et rester attentif aux événements qui se déroulent sur scène, malgré, s'il faut le dire, un certain excès dans le dosage de la dynamique des instruments, surtout dans la première partie de l'exécution. Lintu, qui se produisait pour la première fois à la Bayerische Staatsoper, s'en tient à proposer un Pelléas dans la tradition du Kapellmeister : peu imaginatif et peu enclin à prendre des risques, mais méticuleux dans la restitution du contenu très riche de la partition, varié et clair dans l'exposition des timbres instrumentaux, engagé dans la restitution d'une palette sonore d'une sensualité parfois enivrante, et soutenu par une pulsation dramatique alerte, sans céder au péché tentant de l'autosatisfaction, avec un succès général dans la restitution du contenu théâtral et musical de chaque scène ; jusqu'à atteindre un dernier acte extatique, presque parsifalien, dans lequel il parvient à recréer cette difficile sensation de temps suspendu, d'irréversibilité et en même temps d'ambiguïté, de tragédie et en même temps de transfiguration. Il serait injuste et vain de comparer cette interprétation avec les grands du passé lointain ou récent, mais il faut reconnaître qu'il s'agit au moins d'une interprétation très cohérente, qui permet d'apprécier pleinement la partition et qui offre aux solistes un cadre propice à l'épanouissement de leurs talents.

Les voix

Dans une interview, l'intendant Serge Dorny avoue que le projet Pelléas est né du désir exprimé par Christian Gerhaher d'interpréter le rôle de Golaud. Et de ce point de vue, l'entreprise ne peut qu'être considérée comme un franc succès. Gerhaher, dont la voix a acquis ces dernières années des contours plus dramatiques, devient ainsi, comme Stéphane Degout et Simon Keenlyside avant lui, l'un des barytons à être passé du plus jeune au plus mûr des deux frères. Golaud est certainement le véritable protagoniste secret d'un opéra qui n'en a pas, de la même manière qu'Amneris est le protagoniste d'Aïda ou que Marguerite est le protagoniste de Faust : Golaud est le personnage qui est le plus intimement affecté par les événements qui se déroulent tout au long de l'opéra, celui qui est transformé de la manière la plus décisive et celui dont le compositeur explore l'intériorité de la manière la plus incisive. Golaud, dans le portrait qu'en fait Gerhaher, est ce que l'on pourrait appeler en termes familiers un individu inadapté, défini par une solitude structurelle, en ce sens qu'il lui est impossible d'établir une communication fructueuse avec les autres autour de lui, et donc de résoudre le conflit entre ses propres désirs et aspirations, et ce que les autres attendent de lui. Cette friction conduira, au fur et à mesure que l'action progresse et que les événements se tendent, à des accès de colère, d'abord verbale puis physique, qui sont la manifestation de son impuissance, de son incapacité à trouver sa place. Golaud, qui veut se voir comme le juste Absalom (qui, selon le deuxième livre de Samuel, tua son frère Amnon après qu'il eut déshonoré la vierge Tamar), est en réalité un aveugle affectif, un aveugle condamné à tourner autour de sa source ; et plus encore que Mélisande ou le passif, labile et quelque peu banal Pelléas (ce ne sono tanti per il mondo, de ce genre de héros, fugaces comme le printemps), il pourrait prononcer les mots je ne suis pas heureux ici, ou plus précisément, disons avec Rimbaud, je ne suis pas venu ici pour être heureux. Gerhaher, qui a fameusement construit sa carrière en donnant un rôle central au Lied, et qui cite Schumann comme son compositeur préféré, apporte à son Golaud quelque chose de la bipolarité, de l'instabilité et de la turbulence des Eusebius et Florestan schumanniens, quelque chose de leur introversion et aussi de leur potentiel explosif : ce ne sont pas, le silence tonitruant des anciens de la famille le dénonce avec la plus grande clarté, les premiers accès de colère du compliqué Golaud, que l'on voit se produire autour du potager familial lorsqu'il apprend que Mélisande a perdu sa bague. Et ce personnage à la limite de la schizophrénie, cette insécurité pathologique et cette fragilité du jaloux qui doit tuer simplement parce que c'est l'usage, la voix de Gerhaher et surtout son énorme intelligence de chanteur et d'artiste le mettent en valeur par une maîtrise consommée de toute la gamme dynamique, sans jamais diminuer la clarté diaphane de l'articulation du texte, dosant avec la virtuosité d'un miniaturiste la couleur de l'instrument à chaque mot, presque à chaque syllabe, de telle sorte que les états d'âme du personnage sont mis en lumière avec une expressivité, une communicabilité et une complexité rarement expérimentées. Dans la voix de Gerhaher, Golaud n'est pas un psychopathe violent, il n'est pas un être humain détruit, il n'est pas un fils, un mari et un frère aussi généreux et exemplaire qu'incompris, il n'est pas une épave émotionnelle : Il est tout cela et en même temps une énigme, parce qu'il est un archétype comme Caïn et Absalom, et parce que la même violence souterraine qui le domine contient la certitude de la réitération du cycle de l'attraction et de la mort, qui définit sa solitude comme celle du cyclope qui scrute impuissant les amours d'Acis et de Galatée, ou comme celle d'un Sisyphe aveuglé perdu dans le château d'Allemonde.

Sabine Devieilhe (Mélisande)

Autour de Gerhaher, le reste de la distribution est à la hauteur de l'extraordinaire prestation qui s'est imposée (à juste titre) comme une évidence pour cette production.
Avant tout, Sabine Devieilhe est une nouvelle référence parmi les interprètes du rôle insaisissable de Mélisande, qui, dans un passé récent, a été marqué, peut-être avant tous ses collègues, par Patricia Petibon, au Teatro Olimpico de Vicenza en octobre dernier. La Mélisande de Devieilhe est un personnage plus humain, plus jeune et plus fragile que la création à la limite de la névrose de Petibon ; un personnage plus direct, moins aliéné et plus affirmé, avec des besoins émotionnels évidents et la capacité de les exprimer, un personnage qui, dans d'autres circonstances et dans une autre vie, aurait pu être heureux aux côtés d'un Pelléas. La voix a une force de séduction irrésistible, pure et lumineuse dans l'aigu, bien nuancée sans exagération dans le médium et le grave, et l'interprète, qui a aussi travaillé chaque recoin de son texte, sait rendre l'innocence, la sensualité et l'ambiguïté d'un personnage qui, comme il se doit, finit par être aussi simple qu'inaccessible.

La prestation du ténor Ben Bliss n'est peut-être pas à la hauteur de l'excellence de ses collègues. Si le contraste entre la luminosité de son timbre mozartien et la noirceur de celui de Golaud est réussi et sert de premier élément de définition des différences entre les deux personnages, et si l'on ne peut reprocher à l'interprète sa performance d'acteur, rendant bien le caractère sensuel, faible, presque enfantin d'un personnage qui semble condamné à être une page blanche, soumise au vent changeant des impulsions qu'il reçoit des autres, alors, néanmoins, l'instrument souffre d'un manque de qualité : il y a dans son émission un certain manque de relief et de variété, qui le rend plus vulnérable que ses collègues à être submergé par le flux des instruments, et, du point de vue de l'auditeur, nuit à la facilité de compréhension du texte.

La basse Franz-Josef Selig offre une fois de plus un portrait vraiment monumental d'Arkel. La noblesse du timbre, l'ampleur du souffle, la clarté de l'articulation, la variété des accents, font de cet Arkel un proche parent du roi Marke dont Selig est lui-même un interprète accompli, comme si nous avions affaire à un roi Marke vieillissant condamné à voir se répéter les mêmes erreurs, les mêmes tragédies, le même cycle que la pauvre petite devra revivre et qu'Arkel, même en sachant ce qui va se passer, est incapable d'arrêter.

Sophie Koch apporte au bref rôle de Geneviève sa grande classe, sachant utiliser la perte de velours que le temps inflige à son instrument pour rendre compte de la décadence d'un personnage dont on devine qu'il a parcouru une partie du même chemin sacrificiel que la jeune Mélisande, la pauvre petite et tous les agneaux qu'Yniold voit passer sans encore les comprendre, un personnage qui à un moment donné a su sortir de ce troupeau ; et qui se définit donc surtout par ses silences, avec une forte présence sur scène, avec la dose de froideur et de distance, presque de cruauté, que la voix de Koch sait lui donner.

Felix Hofbauer (Yniold) Christian Gerhaher (Golaud)

Enfin, Felix Hofbauer, soliste de l'excellent Tölzer Knabenchor, incarne un Yniold au timbre cristallin, et déjà doté d'une personnalité importante qui lui permet de donner la réplique adéquate à ses collègues de la distribution. En particulier dans la scène finale décisive du troisième acte, il sait représenter l'antithèse de l'âme torturée de Golaud, impulsif, authentique, pas (encore) accablé par l'amour défendu et la pierre plus lourde que tout.

Quant aux rôles de complément, Martin Snell, l'un des habitués des distributions du Bayerische Staatsoper (on l'a vu cette année dans Die Passagierin, dans Nos ou plus récemment en Sagrestano plus qu'expressif dans Tosca), résout l'intervention quasi oraculaire du Docteur au dernier acte avec assurance, autorité et netteté. Paweł Horodyski complète, dans le rôle succinct du berger, une distribution de la plus haute qualité.

Comme nous l'avons déjà écrit, à l'issue de la représentation, le succès du public est grand et incontestable, peut-être même plus grand que celui que la production a recueilli auprès d'une critique à moitié séduite à ce que nous avons pu voir. Même s'il est presque impossible de se risquer à un pronostic, dans nos habitudes de consommation avidement romanesques et éphémères, sur la durée de cette production, on peut au moins dire qu'elle aura rempli son office de château d'Allemonde habité par un Golaud qui passe dans le territoire du mythe.

 

 

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Antoine Lernez
Antoine Lernez aux lointaines origines hispaniques et très lié aux cultures latinoaméricaines, est juriste, spécialisé en droit international. Il parcourt donc le monde, et tel un autre Wanderer, il s’arrête quelquefois là où il y a un opéra, ce qui en fait un des meilleurs et des plus fins connaisseurs de l’art lyrique. Quelquefois, quand l’occasion fait le larron, il fait profiter Wanderersite.com de sa science par des articles fouillés.

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