Viena, Theater an der Wien, viernes 24 de octubre de 2025, 19:00 h.

Esta nueva producción de Die Fledermaus, estrenada a comienzos del mes de octubre y de la que se comenta la última representación, abría la actual temporada del Theater an der Wien y a la vez suponía el punto culminante de las celebraciones en la ciudad de Viena del bicentenario del nacimiento de Johann Strauß, hijo, que tuvo lugar precisamente el 25 de octubre de 1825 ; mientras que el estreno de Die Fledermaus, se produjo a su vez en este mismo Theater an der Wien, el 5 de abril de 1874. La producción del actual director artístico de la institución, el noruego Stefan Herheim, elige partir del dato de tales efemérides para proponer una lectura de la obra que trata de situarla en el doble contexto de la historia del teatro vienés y, más allá de sus muros (si es que ello es posible), de la propia historia de la nación austriaca. Para Herheim, al igual que Parsifal podía ser leído como una metáfora o un condensado de la historia de Bayreuth y de Alemania, Die Fledermaus representa un símbolo y una cifra de la historia del Theater an der Wien y de Austria.

 

Theater an der Wien : Die Fledermaus, o cuán feliz es aquel que no olvida nada

..de cuyo nombre no quiero acordarme..
Cervantes

Herheim y nosotros

Ante todo, una constatación si se quiere banal, pero quizá no por completo superflua : Stefan Herheim es, guste mucho, poco o nada, uno de los nombres principales de la dirección de escena operística de las últimas décadas. Desde sus comienzos en diversos teatros escandinavos y de la provincia alemana ; su salto a la notoriedad con un más que discutido Die Entführung aus dem Serail (Salzburg 2003) en el que un joven tenor llamado Jonas Kaufmann tuvo que calmar los soliviantados ánimos del público ; su consagración con producciones que hoy han adquirido la aureola del mito como Rusalka (La Monnaie 2008), Parsifal (Bayreuth 2008), Der Rosenkavalier (Stuttgart 2009) o Xerxes (Komische Oper Berlin 2012); su madurez perfumada según cierta communis opinio por la inequívoca sombra de la decadencia, acaso por haber llegado al lugar otros, como diría la Mariscala, más jóvenes y más bellos que él, acaso por ser constatable más allá de las intrínsecamente discutibles valoraciones ad hominem una caída de su inspiración (ya verificable en Die Meistersinger von Nürnberg ‑Salzburg 2013‑, muy pronunciada en Pelléas et Mélisande ‑Glyndebourne 2018‑, sin nombrar algún otro trabajo más cercano en el tiempo, "de cuyo nombre no quiero acordarme"); y llegando a su actual ocupación como intendente del teatro di stagione de la capital vienesa, por él renombrado Musiktheater an der Wien, como para subrayar el sentido y el objetivo de su proyecto artístico.

En efecto, podría con algún grado de malevolencia, y seguramente alguna dosis de injusticia, llegar a pensarse que la posición que Herheim ha escogido para sí mismo en Viena es en realidad, bajo la brillante apariencia, un simple refugio, o bien un subterfugio para prolongar una carrera que declina. Máxime, cuando las producciones firmadas por el propio Herheim no hayan quizá constituido el foco principal de la atención en las temporadas del nuevo Musiktheater an der Wien ; y cuando al mismo tiempo, resulta indiscutible la vitalidad y el impulso que el intendente ha sabido dar a una programación que se supo adaptar admirablemente bien al desafío que suponía el exilio forzoso de la sala histórica de Naschmarkt mientras que culminaban unas largas (y aparentemente interminables) obras de reacondicionamiento ; con producciones, pensadas para el Halle E del vecino Museumsquartier, que quedan para el recuerdo de los amantes de la ópera como las de La gazza ladra, Der Freischütz o Der Idiot (estreno en Austria, antes del milagro de la producción salzburguesa de 2024); entre otras. Así como el impulso que ha otorgado al pequeño y delicioso espacio de la Kammeroper, en el Fleischmarkt, en el confín opuesto de la Innere Stadt ; y ya de regreso la pasada temporada en el An der Wien, superado el bache del retraso en la reapertura, unas colosales Norma y Esponsales en el monasterio.

Herheim, sin embargo, ha elegido reservar para sí mismo el desafío ciertamente no menor que supone esta nueva producción de una obra emblemática donde las haya, como lo es Die Fledermaus, en el año del bicentenario del compositor, en la ciudad y en el teatro que vio nacer la obra ; y a no demasiados metros del otro gran teatro operístico de la Hauptstadt, la Wiener Hofoper de la que al tiempo de fallecer Johann Strauß (1899) era director un cierto Kapellmeister de origen bohemio y judío, en cierto modo por tanto un extranjero, llamado Gustav Mahler ; donde desde el 31 de diciembre de 1979 (por tanto, poco menos de medio siglo) reina indisputado el trabajo icónico de Otto Schenk.

 

Pantomima en la obertura, que anticipa la escena penúltima. De izquierda a derecha : Leon Košavić (Falke), Ines Hengl-Pirker (Ida), Thomas Blondelle (Eisenstein), Alina Wunderlin (Adele), Hulkar Sabirova (Rosalinde), David Fischer (Alfred), Alexander Strobele (Frosch)

El murciélago y nosotros

 

La mera evocación de la música de la familia Strauß despierta en el común de los aficionados asociaciones directas con el ritual del Neujahrskonzert, y con una cierta imagen de “ensueño imperial”, fabricada por la industria turística de la que ese mismo ritual forma parte, de gasas, chocolates y tules, de la Viena falsamente eterna pasada por la salsa saturada en los más indigestos lípidos de la (bávara) Princesa Sissi y de sus adláteres.

 

Conviene por tanto recordar siquiera someramente algunos datos del contexto histórico en el que se produce la creación de Die Fledermaus.

 

La Viena que ve en 1874 el estreno de esta opereta es la capital del imperio que tan solo ocho años antes había sido derrotado por la emergente Prusia en la guerra llamada de las siete semanas, lo que da una idea de su curso fulminante. La Paz de Praga, el 23 de agosto de 1866, poco después de la derrota austriaca en la batalla de Sadowa o Königgrätz (la actual Hradec Králové, a hora y cuarto en tren de Praga, hacia el este), selló la hegemonía de Prusia como vector de la unificación de los heterogéneos estados alemanes ; condujo, al año siguiente, a la firma del llamado Compromiso Austrohúngaro por el que el país se convertía en una monarquía dual, el conocido como Imperio Austrohúngaro, con Hungría (de donde es originaria la enigmática condesa que irrumpe enmascarada en medio de la fiesta del Príncipe Orlofsky), equiparada políticamente desde ese momento a Austria ; y sanciona la entrega por el imperio de los Habsburgo de la región del Véneto al Reino de Italia.

 

No tardará demasiado tiempo en producirse una nueva y aplastante victoria bélica de Prusia, en esta ocasión contra Francia (1870), y la fundación del (Segundo) Imperio Alemán (1871), el del Kaiser Wilhelm y el Känzler Bismarck.

 

La Viena que ve nacer Die Fledermaus es, así, la capital de un imperio milenario, pero sacudido por las transformaciones, y consciente o no de ello, en el inicio del epílogo de su existencia.

 

¿Es necesario recordarlo ? El Imperio Austrohúngaro terminará desmembrado en 1918, con el cataclismo de la Gran Guerra, y a su vez, solo dos décadas después, la resultante Primera República se entregará en los brazos del Tercer Reich alemán, el del Führer Hitler, oriundo de Braunau am Inn, en la Alta Austria.

 

Algo menos de 400 kilómetros separan Sadowa del pueblo natal del Führer, algo más de cuatro horas y media en la carretera, y algo más de setenta años desde el trauma de la derrota contra Prusia hasta el Anschluss.

Será, como lo explica en su página web la propia Wiener Philharmoniker, durante el periodo nazi cuando se inicia el ritual vienés de los conciertos de fin de año dedicados a la música de los Strauß. El 31 de diciembre de 1939, Clemens Krauss dirigió en el Musikverein un concierto cuyos fondos estaban íntegramente destinados a la campaña de Kriegswinterhilfswerk.
Y entre las obras que sonaron en ese concierto, se encontraba la obertura de Die Fledermaus.

Herheim y El murciélago

La interpretación que Herheim propone de El murciélago se singulariza de otras más o menos recientes, y más o menos iconoclastas (en especial, la de Neuenfels en Salzburgo viene de manera inmediata a la mente del operómano), en cuanto busca apoyarse en esta perspectiva histórica a la que acabamos de aludir muy superficialmente, para tratar de extraer de ella el mensaje que la obra pueda tener para el público que, hic et nunc, se enfrenta con ella en el teatro. No es, en realidad, un punto de partida inédito en la carrera de director teatral de Herheim : ya su mítico Parsifal para Bayreuth venía a proponer un compendio, entre lo metafórico y lo onírico, de la torturada historia de Alemania ; y de una manera similar, su menos difundido pero no menos admirable Eugenio Oneguin para la Ópera nacional de Holanda, concitaba varios de los hitos esenciales del imaginario histórico ruso / soviético, incluida la presencia del cosmonauta Yuri Gagarin deambulando de manera paradójicamente pertinente por los salones de la Rusia imperial de Pushkin.

Fiesta en el Palais Orlofsky. Alina Wunderlin (Adele) en el centro 

El término onírico es, probablemente, tan esencial o más que cualquier otro para tratar de aproximarse a lo que Herheim propone. No estamos aquí ante una presentación hiper-realista, ni con pretensiones de mantenerse fiel a realidad histórica alguna de carácter concreto. A Herheim le interesa situarnos ante la historia de Austria, que es la de Strauß y también la de nosotros como espectadores, pero su actitud no es la de un cronista seco, objetivo y centrado en los hechos. Al igual que la maquinaria mercadotécnica del Neujahrskonzert nos presenta una Austria de postal, capaz de persuadirnos hasta cierto punto aun cuando seamos conscientes de su alejamiento de la realidad, la maquinaria teatral de Herheim nos sitúa ante una visión muy personal y particular del pasado de Austria, una visión que no por ser parcial el espectador es menos capaz de reconocer ; porque las imágenes acumuladas sobre el escenario poseen la potencia expresiva y la coherencia irracional de las que se dan en el mundo de los sueños. Quién podría cuestionar, por ejemplo, que el buen Gagarin coincidiera en la misma fiesta con el Príncipe Gremin.

Los seis Strauss con Alexander Strobele (Frosch) en el centro 

Y quién podría cuestionar, sentada la premisa de lo lógico-onírico, que El murciélago comience, y se desarrolle, en la misma prisión que cobija a Florestan en Fidelio ; y que los primeros compases que se escuchan al iniciarse la representación no sean los tan esperados por todo el público, del fulminante y festivo inicio de la obertura escrita por Strauß, sino los tensos, épicos y telúricos acordes con los que Beethoven abre el acto segundo (o el tercero, según las versiones) de su ópera, la que se estrenó, como El murciélago, en este mismo teatro. Ambos exponentes del Musiktheater relacionados entre sí no solo por el dato del lugar de su venida al mundo, sino también porque una parte esencial de su trama se desarrolla en el interior de una prisión.

Inicio de la segunda parte. En medio de la masacre de la fiesta, surge del fondo en la imaginación de Frosch su amada princesa Sissi, la belleza húngara de incógnito. Czardas 

Pero en Die Fledermaus, la prisión habitualmente no la vemos hasta el acto tercero, y se nos presenta como un lugar de irrisión, en el que los más absurdos qui pro quo se suceden con toda naturalidad, dominados por un signo festivo y por una tácita aceptación de la bondad, incluso la necesidad, de todos los excesos. Véase, entre las producciones recientes, la de Kosky en Munich, con sus seis Frosch y la desopilante intervención de un Martin Winkler en la cima de la expresión cómica. Mientras que la prisión, en Beethoven, es un locus simbólico del heroismo, de la resistencia frente a la tiranía, del triunfo de todo aquello que hace del ser humano una criatura libre y racional, y de la vida en colectividad una vida en fraternidad. De manera que, cuando este Fledermaus se abre sobre la visión de lo que podría ser el patio interior de un panóptico, y se abre con la música de Beethoven, no solo el efecto de sorpresa para el espectador es mayúsculo, sino que la disonancia resulta ser muy pronunciada entre el sentido que en principio debería tener la escena que estamos presenciando, y aquel que podemos percibir.

Disonancia onírica, en esta Viena en que pasaba su consulta el Dr. Freud : Herheim no ha menester de recurrir a una modificación relevante del curso dramatúrgico trazado por el libreto, y salvo la alteración en el orden de presentación de alguno de los números (el ejemplo más notable, las czardas de Rosalinde), mantiene todos ellos conforme a lo que el espectador podría ver en la producción vecina de Otto Schenk. Pero el contexto, espacial y temporal, en el que los personajes se sitúan y las situaciones se desarrollan, hace que el sentido de los sucesivos números que vamos presenciando sea a menudo muy diferente del acostumbrado, y sobre todo, que se nos presente cargado de una ambivalencia que es  la propia de los sueños.

Acto primero, salón de Eisenstein. Al fondo en el palco Alexander Strobele (Frosch) . Sobre la mesa Thomas Blondelle (Eisenstein), Alexander Kaimbacher (Blind), Hulkar Sabirova (Rosalinde)

Cómo entender y aceptar, si no, que el carcelero Frosch revista los caracteres bien conocidos del Kaiser Franz Joseph I, que desde el inicio de la representación nos interpela con una alocución hablada de signo cómico, como en las producciones al uso lo hace Frosch en la secuencia inicial del acto tercero, pero que en este caso no es una simple presencia cómica, sino más bien (de nuevo) ambivalente, portador de una carga trágica innegable, permanente espectador mudo de aquellas escenas en que no interviene de manera directa, como si se tratase (porque se trata) del propio Franz Joseph que rememorara el pasado, meditando el momento en que los acontecimientos de su reinado se torcieron de una manera irremediable hasta desembocar en la debacle. Con algo de un Wanderer que jamás hubiera tenido su lanza para apoyarse a modo de bordón en el camino, y algo de un Lear insomne que jamás hubiera tenido una Cordelia a la que apartar : una presencia fantasmagórica, dictatorial pero impotente, inevitable pero inútil ; condenado al modo de Sísifo, a presenciar la repetición de su pasado, sin poder alterar un solo milímetro de su curso. Emperador – carcelero, rey absoluto de una prisión que es su Imperio, que se nos presenta como ambivalente símbolo de lo trágico y de lo cómico, la prisión de Florestan y la de Frosch, que aun cuando no nos habíamos dado cuenta es en realidad el mismo lugar, y ese lugar, a su vez, no es otro que el propio escenario del Theater an der Wien. Imagen del cosmos, visión concentrada de una realidad que en el tiempo que miden los historiadores habrá abarcado o abarcó cientos de años y de kilómetros, pero que en la visión onírica convocada por Herheim, viene a ser a la vez prisión, imperio, y teatro.

De manera que, cuando al sonar finalmente la obertura de Strauß el escenario gire sobre sí mismo, el espectador descubrirá que en el envés de las celdas del panóptico, en las que languidecen medio muertos los prisioneros, se encuentran los elegantes palcos del propio Theater an der Wien, con sus terciopelos, sus lámparas y sus cariátides : como si también mediante el manejo mismo del espacio quisiera mostrar Herheim, no ya la proximidad proverbial entre el Capitolio y la Roca Tarpeya, sino que uno y otro son, literalmente, las dos caras de la misma moneda, o en este caso, del mismo disco escenográfico.

Y así como la característica más eminente del panóptico, según fue concebido por Bentham en 1780 (veincinco años antes del estreno de la primera versión de Fidelio), era de la hacer posible que el detenido fuese permanentemente visible y por tanto estuviese permanentemente vigilado, la de los palcos del teatro es hacer posible la perfecta visión de lo que sucede sobre el escenario. De manera que al finalizar la obertura, y comenzar el acto primero, en el elegante salón de la mansión de Eisenstein, el efecto inducido, nuevamente con su dosis de disonancia onírica ante la presencia del Kaiser Franz Joseph como espectador en esos palcos, es el de mostrarnos a los habitantes de ese salón como prisioneros, permanentemente visibles, sujetos a vigilancia constante. En definitiva, aun cuando la riqueza y el gusto del mobiliario denotan el puesto elevado en la jerarquía social de los dueños de esa casa, es clara en todo momento la situación de fragilidad en que se encuentran.

Porque para Herheim, el matrimonio formado por Eisenstein y Rosalinde es una pareja de “gente de fuera”. Gente que, además, va a seguir siendo “de fuera” por más que busque asimilarse. Ella es una húngara (en la fantasía de Frosch / Franz Joseph, es su Princesa Sissi, a la que añora); como le dice básicamente en la cara la criada Adele, al presenciar los escarceos con Alfred, “no está mal para una húngara”. Adele, representante según la visión de Herheim de cierta tipología (perfectamente descrita en tantos países antes y ahora) de clase popular insatisfecha (el libreto nos explica que ella quisiera iniciar una carrera de artista que es la que ha abandonado su señora Rosalinde, pero que su origen humilde y sus medios no le permiten), para acudir a la fiesta de Orlofsky no se limitará a la estratagema inocente de la alte kranke Tante, sino que llegará a decirle a su señora húngara, con ira en la mirada y acero en el tono, que hay muchos “de fuera” que están ocupando los puestos destinados a las buenas gentes “de aquí”. En cuanto a Eisenstein, Herheim nos lo presenta como un intelectual judío, envuelto en un batín de exquisito gusto orientalizante, con sus gafas y su breve bigote, quizá una evocación a medio camino entre las figuras trágicas de Hofmannsthal y de Zweig, con una bellísima menorá coronando la mesa de su salón (o celda), que está poblado también por un piano, por hondos sofás, por un biombo donde anidan pájaros exóticos… Sin la biblioteca del fondo, un salón que no deja de tener sus puntos de contacto con el de Herodes en la Salome de Warlikowski, pero no porque el decorador de una producción se haya inspirado en el de la otra, sino porque con toda probabilidad el Herodes de Warlikowski y el Eisenstein de Herheim eran amigos o cuando menos conocidos. Y seguramente, tampoco es casual que cuando él encarga a Adele un delikates Souper para la noche previa a su ingreso en la prisión, lo que ella le traiga sea una gigantesca, grotesca y repulsiva cabeza de cerdo, que provoca una reacción de pánico en Rosalinde, quien para disimularlo exclama che porcheria tedesca, como se dice que otra princesa extranjera, María Luisa de Borbón, exclamó ante el Tito de Mozart, con la diferencia de que las centenarias representaciones artísticas de la Judensau (término hoy castigado incluso penalmente en los países centroeuropeos) sí que puede propiamente considerarse como una porcheria tedesca. Mientras que Eisenstein, ante esa misma ofensa teñida de amenaza, reacciona con un sucinto gesto de disgusto y de rechazo, como si no fuese la primera vez que algo así le sucede, como si en cierto modo este fuera un accidente más en el curso de una pasión preordenada y asumida (cuando menos, de un rito, en la medida en que se desarrolla íntegramente bajo las atentas miradas de los espectadores), como si fuese perfectamente consciente de que del Capitolio a la Roca Tarpeya no hay más distancia que la que media entre las dos caras de una misma moneda.

Y en la mansión / prisión onírica de nuestro Gabriel von Eisenstein, es recurrente la presencia de una especie bien caracterizada de figuras de pesadilla : los nazis. Primero, en la figura del abogado Blind, que casualmente o no descubre su uniforme del partido bajo la toga de letrado, mientras que alardea de su capacidad para manipular y distorsionar la verdad. Luego, en el personaje maniaco, mediocre y frustrado de Falke, el amigo de Eisenstein que ha meditado vengarse de este por haberle hecho caminar disfrazado de murciélago bajo las miradas diurnas desprovistas de piedad de los vieneses, y que en la interpretación de Herheim es el bien conocido oriundo de Braunau am Inn, Adolf Hitler, con su bigotillo tan característico y su mirada enajenada.

Fiesta en Orlofsky. Los Strauss metamorfoseados en soldados SS

Finalmente, en las presencias que se multiplican de los seis bailarines que creíamos eran otras tantas visiones del compositor Strauß (al mismo modo del Tchaikovsky múltiple que Herheim presenta en La dama de picas ‑Amsterdam, 2016), pero que, con la fluidez y la volatilidad propias de los sueños, se transforman en determinado momento en otros tantos soldados de las SS, del mismo modo que la elegante y mundana fiesta del Príncipe Orlofsky (con la mirada perdida y el aire andrógino de una Marlene Dietrich, aun cuando su acento ruso delate en él a otro de los “de fuera”) se transforma en una masacre de los invitados, sin que exista razón aparente alguna para ello.

Primer acto en el salón de Eisenstein. De izquierda a derecha, Alexander Strobele (Frosch) David Fischer (Alfred), Krešimir Stražanac (Frank)

Ese es el contexto en el que este Fledermaus se sitúa y desarrolla : un mundo a medio camino entre lo demencial, lo cómico y lo horripilante, en el que las situaciones más absurdas son las que con una inatacable lógica se van haciendo realidad. Y en ese contexto de disonancia onírica, hay determinadas cosas, reales, que al espectador le ocasionan cuando menos tanto horror como risa. Por ejemplo, que alguien pueda estar encarcelado por ser Gabriel von Eisenstein, sin serlo en realidad. O que la autoridad pueda querer encarcelar a alguien como Gabriel von Eisenstein, sin que exista motivo alguno conocido para ello. O que alguien que evidentemente se encuentra enajenado como nuestro Falke / Hitler, comience mientras está de huesped en el salón de Eisenstein a lanzar disparos a sus pies, y el dueño (de la celda) solo pueda reaccionar subiéndose a una mesa con los brazos en alto. O que en el calendario de la prisión pasemos de encontrarnos, en el acto primero, en el viernes 24 de octubre de 2025 (día de la representación) al domingo 5 de abril de 1874 (día del estreno de Die Fledermaus); y luego, en el acto tercero, en el viernes 11 de marzo de 1938 (día del inicio del Anschluss), para que conforme a la misma lógica, la siguiente hoja del calendario que el carcelero Frosch / Franz Joseph descubre, sea (nuevamente) la del viernes 24 de octubre de 2025, día de la representación.

Pantomima durante la obertura. Leon Košavić (Falke), Hulkar Sabirova (Rosalinde), Thomas Blondelle (Eisenstein)

Ese tiempo circular, ese presente estático de la prisión, en el que cada día es igual a los anteriores y a los posteriores, y esa condición de prisionero que (en Die Fledermaus pero también en Fidelio) se adquiere como por obra y gracia del azar, sin que exista motivo aparente que lo justifique, hace pensar algo en aquella prisión a la que ya en su momento recurrió Albert Camus en su novela El extranjero, para caracterizar el absurdo de la existencia humana. Al igual que los personajes del Fledermaus de Herheim, su protagonista, Meursault, se encuentra con sus huesos en la prisión sin que cuando menos él mismo sea del todo consciente de las razones de ello, y rápidamente, todos los ritos que acompañan la vida del procesado pasan a ocupar el lugar preeminente, para él y para quienes son responsables de su ingreso, hasta el punto de llegarse a olvidar por qué se encuentra detenido. De los prisioneros del Fledermaus podría decirse lo que escribe Camus : “poco a poco cambió el tono de los interrogatorios. Parecía que el juez no se interesaba más por mí y que había archivado el caso, en cierto modo (…) El asunto seguía su curso, según la propia expresión del juez (…) Todo era tan natural, tan bien arreglado y tan sobriamente representado, que tenía la ridícula impresión de 'formar parte de la familia'”. En la prisión del Fledermaus, igualmente, los asuntos “siguen su curso”, y los prisioneros son una parte fundamental de “la familia”, empezando por Eisenstein (¿o es Alfred?), el cantante engorroso a quien hay que mandar callar constantemente, y continuando por todos los demás que en el acto tercero se precipitan a las celdas, sin que ninguno de ellos tenga clara en absoluto la razón por la que tiene que hacerlo.

Hasta aquí, los ingredientes de la pesadilla. Pero si el espectáculo funciona, si es capaz de atrapar la atención y de suscitar la adhesión del espectador, es porque Herheim se cuida de abstenerse de proponer una lección histórica, o una tesis moral, o siquiera, una metafísica de las habsburguesas costumbres. Las pesadillas, los sueños, no enseñan, ni lo pretenden ; solo nos hacen despertarnos en medio del sudor. Y el horror es más real si va acompañado de las risas, si es en rigor indisociable de estas. El Herheim mago del teatro, prodigador de artificios, constructor de deslumbrantes arcadas barroquizantes, es el que mantiene aferrado durante los tramos más extensos el timón del espectáculo, el que sabe emplear a determinadas figuras (el amante / cantante Alfred, aquí una suerte de galán del cine mudo, o de tenor de la golden age del gramófono ; el director de la prisión Frank, con sus anteojos y la desarmante figura de Krešimir Stražanac para encarnarle ; la propia figura, toda exageración divística, de Rosalinde) como vectores de distensión cómica, que van estableciendo un equilibrio con el bajo continuo del terror que recorre el conjunto de las escenas. El talento de Herheim, pese a lo que probablemente habrá deducido quien haya leído hasta aquí estas líneas, no está en pretender presentarnos Die Fledermaus como una obra de carácter sesudo o profundo, sino en mantener el justo equilibrio entre el frenesí festivo que emana de la música de Strauß y la propuesta de fondo, que es la de una lectura histórica, y por tanto una apuesta por la memoria, en un tiempo, el presente, en el que los seres humanos vamos entregando la memoria y con ella las enseñanzas que esta nos proporciona ; y en una obra, El murciélago, que aparentemente nos enseña lo embarazoso de la memoria, y que parece proponer entre sus lemas los del olvido (Glücklich ist, wer vergisst) y la irresponsabilidad (Champagner hat´s verschuldet); aunque casi nada de lo que se dice en el magistral libreto de Carl Haffner y Richard Genée pueda ser entendido de una manera literal.

La memoria es, entre otras cosas, la palabra escrita. En el salón de Gabriel von Eisenstein (un honrado ciudadano, según le describe el libreto), a diferencia de lo que sucede en el salón del Herodes de Warlikowski, no hay una biblioteca. En el salón de Eisenstein hay un solo libro ; y quien lo intenta leer es Adele, pero rápidamente lo desecha, con un gesto de fastidio porque probablemente no comprende una palabra. Se trata de un texto de Schiller, “Der Mensch ist frei, / Und würd er in Ketten geboren”, el hombre es libre aun cuando hubiera nacido entre cadenas, y de manera casual o no, el salón en el que está ese libro es el envés de una prisión en la que ninguno de los prisioneros conoce las causas por las que cumple su condena, y de manera casual o no, ese extraño Schiller es el mismo escritor al que puso música el extraño compositor de Fidelio, para culminar una extraña composición sinfónica con texto cantado en la que también se dice alguna cosa acerca de la libertad. En Die Fledermaus, Strauß ha compuesto su propia Ode an die Freude (según Bernstein, an die Freiheit), como magistralmente muestra la producción muniquesa de Kosky, en el número Brüderlein und Schwesterlein, durante la fiesta en el palacio de Orlofsky. Pero en este Fledermaus, quien guía ese cántico es Falke / Hitler, con el gesto maniaco y la mirada perdida en el infinito de la sala del teatro / imperio / prisión, mientras todos los demás solistas y el coro le secundan solemnemente.

Schiller es también el encargado, como un deus ex machina, de traer a la sesión el lieto fine… por esta ocasión. Deshecho el enredo entre Alfred, Gabriel y Rosalinde, se disponen todos ellos reconciliados a salir de la prisión, cuando hallan a su paso la presencia amenazante de Falke / Hitler, de Blind, del ambiguo Orlofsky y de unos guardias armados. Por ventura, velozmente se desvelará que el burlado, una vez más, ha sido el Dr. Falke, y la sentencia, como Blind adivina, será obra del incomprensible Schiller : Der Mensch ist nur da ganz Mensch, wo er spielt, el ser humano solo es completamente tal, en cuanto juega. Reivindicación del teatro, y del arte, como antídoto contra la barbarie, y como burladero de la muerte.

Pero la última palabra, sobre el escenario, corresponderá a Falke / Hitler : Glücklich ist, wer vergisst… Quizá, porque tan necesario como el arte, y condición de posibilidad del mismo, lo es la memoria.

 

La dirección musical

Como es regla elemental de cualquier representación de Musiktheater que merezca tal nombre, las componentes musical y vocal de la representación están ligadas directamente con su vertiente escénica, de manera que uno y otro aspecto se condicionan y complementan mutuamente. Es lo que en los términos wagnerianos no demasiado aceptados por algunos adoradores de la ópera italiana, pero no por ello menos elocuentes y atinados, se llama Gesamtkunstwerk. Aquí estamos en presencia de una verdadera Gesamtkunstwerk, en la medida en que la interpretación musical y la escénica confluyen en una misma dirección y con un mismo efecto, el de sacudir la sensibilidad del espectador.

Petr Popelka (Praha, 1986), actual director titular de la orquesta dedicada por antonomasia a los conciertos sinfónicos dentro de la capital austriaca, los Wiener Symphoniker, es uno de los talentos que viene despuntando dentro de la joven generación de maestros centroeuropeos, dentro de una carrera que va siendo construida como se debe, paso a paso, desarrollando un talento indudable y una comunicatividad evidente sobre el podio con la paciencia, el cuidado y el esmero que convienen, lejos de la dañina histeria indisociable de determinados focos de cuyo nombre no quiero acordarme, de modo que la primacía corresponde a los criterios bien conocidos de progresiva adquisición de experiencia musical. Su versión de Die Fledermaus se caracteriza por una carga de teatralidad arrolladora, la que corresponde no solo a la propia partitura, sino a la lectura que de ella propone Herheim. Y es muestra de la inteligencia del músico que no se haya, aparentemente, sentido intimidado ni receloso ante las intervenciones que en la partitura practica la producción, en especial en el inicio con los compases de Fidelio, o inmediatamente después con la inserción de un fragmento del musical Elisabeth (también estrenado en este Theater an der Wien, en 1992), sabiendo integrar esos elementos en el contexto de lo que teatralmente suponen, entendiendo que estamos ante un ejercicio de verdadera música para el teatro, con una vitalidad, un sentido del ritmo y un vigor que se mantendrán sin desfallecer a lo largo de toda la noche. Inútil sería tratar de valorar esta interpretación por lo que no es ni pretende ser : ni estamos ante una de las versiones clásicas que el disco nos ha dejado de esta obra, ni tampoco ante una lectura de refinamiento extremo como algunas de las que se han podido escuchar en los últimos años en especial en Munich, ya de la batuta de Kirill Petrenko, ya de la de Vladimir Jurowski, tan distintas entre sí y tan complementarias a la vez. Popelka nos propone un Strauß, si se quiere, más a ras de tierra, que responde a las peculiaridades de la producción presentada, y que por esos mismos motivos, muestra la polivalencia de Strauß como compositor, la posibilidad de afrontar su música desde puntos de vista muy diferentes entre sí, aun respetando todos ellos lo que viene en entenderse como estilo vienés. Al día siguiente de la representación que se comenta, que sería el día del bicentenario del compositor, dos conciertos sucesivos en la sala del Musikverein ilustrarían de nuevo esa multiplicidad de aproximaciones posibles, en este caso partiendo del entendimiento de Strauß como compositor de música puramente instrumental : la lectura de tintes impresionistas de Sokhiev con los Philharmoniker, y la de rango más propiamente sinfónico de Honeck, de nuevo con los Symphoniker.

 

Los intérpretes

La implicación de cada uno de los intérpretes con el sentido global del espectáculo nos sitúa ante la prestación de un conjunto de genuinos cantantes-actores.

Comenzando con el coro, que es el siempre espléndido Arnold Schoenberg Chor, preparado por Erwin Ortner, de una plasticidad extraordinaria en sus sucesivas transformaciones de cuerpo de prisioneros a masa de invitados al baile, y viceversa, manteniendo siempre sus miembros un bello sentido de la individualidad en su actuación teatral, y una soberana cohesión en cuanto colectivo.

En la parte hablada de Ida, Ines Hengl-Pirker da perfectamente el perfil de joven dama de la belle epoque, que por su atuendo y su distinción exterior podría haber salido de uno de los cuadros de Klimt, pero que en sus interacciones con los demás personajes, y en especial con su supuesta hermana Olga (Adele), evidencia unas dosis de brutalidad y de exigencia que le anclan sólidamente a nuestros ojos como exponente de otro tipo de realidad, más prosaica.

El otro papel hablado corresponde al Frosch / Franz Joseph de Alexander Strobele. Se ha glosado ya ampliamente hasta qué punto este papel resulta esencial en el conjunto de la representación, presente como se halla virtualmente en todas las escenas, otorgándoles un sentido diferente por el solo hecho de mantenerse prestando su atención a lo que los otros personajes hacen y dicen. Strobele sabe hacer creíble el personaje de este Kaiser caído, mucho más complejo que un bufón, gestionando adecuadamente las dosis de comedia y de drama, levantando un perfil de payaso triste y trágico que es capaz de instalarse duraderamente en la memoria del espectador.

El abogado Dr. Blind es el tenor Alexander Kaimbacher, un habitual de los roles de complemento tanto en este teatro como en la Staatsoper. El color, la claridad en la enunciación del texto, y la capacidad de caracterizar al personaje, son sobresalientes, y le permiten levantar un retrato completo aun cuando el número de los compases que están a su cargo sea menor que para otros de los personajes.

Tampoco resulta especialmente extensa en términos musicales la parte del director de la prisión, Frank, encomendada al bajo-barítono Krešimir Stražanac ; pero en su caso, el virtuosismo al dosificar cada gesto, cada mirada, cada respuesta de sus diálogos, le permiten poner en pie a un personaje de una comicidad simplemente irresistible, verdadero prototipo de esa figura funcionarial gris de director de la prisión, que podría haberlo sido en cada una de las fechas, 1874, 1938 ó 2025, por las que va transitando con toda naturalidad el calendario del establecimiento.

De nacionalidad croata como Stražanac es también su colega de cuerda Leon Košavić, en este caso una voz más clara, menos cavernosa, pero de una presencia firme y bien asentada. Su asunción del papel de Falke / Hitler es tan completa, tan cuidadosa en la panoplia de detalles de que se integra, que intérprete y personaje se confunden, como si fueran una misma cosa. Gran arte que aconseja seguir con atención la carrera de este intérprete.

 

Esa recomendación se extiende al tenor David Fischer, intérprete de Alfred, y en la actualidad integrante del ensemble de la Deutsche Oper am Rhein. El personaje que encarna en la producción es el de un tenor-alfa, incansable proveedor de notas agudas a modo de evidencias sonoras de la generosidad de sus masculinos atributos (no en vano la extasiada Rosalinde pondera admirativamente las virtudes de “su órgano”). Junto con ello, el cabello rigurosamente peinado hacia atrás con gomina, y el rostro adornado de polvos blancos como si se tratase del Príncipe Calaf, ponen ante nosotros la figura del prototípico galán de los años de Weimar, figura fantasmática pero no por ello menos difundida por el cine y por la mercadotecnia operística, a medio camino entre un Rodolfo Valentino y un joven Richard Tauber. Nuestro David Fischer no es, ni a buen seguro pretende ser el uno ni el otro, pero se entrega en cuerpo y alma a la encarnación de su personaje, con una voz luminosa, firme y provista de la generosidad que las situaciones reclaman, ya se trate de cantar la Namenlose Freude de Florestan, o de acometer la parte de Tristan, o la de Chénier, o la del Duca di Mantova. Con el sentido del exceso, del absurdo y a la vez de la elegancia que tales músicas, cantadas en tales contextos, reclaman.

Los Strauss. En el centro Ines Hengl-Pirker (Ida), y Jana Kurucová (Orlofsky)

Jana Kurucová es el Príncipe Orlofsky. Artista en este caso ya relativamente veterana, en particular conocida por sus papeles mozartianos, quizá sobre todos ellos el de Donna Elvira, aunque su repertorio es muy amplio y variado, llegando hasta la Venus de Tannhäuser o la Princesa Extranjera de Rusalka. En esta ocasión, la mezzosoprano eslovaca presta su voz fuerte y llena de carácter al personaje indefinible de Orlofsky, y hay en su interpretación una cierta bipolaridad o cuando menos una disociación, entre la sensación de relativo aislamiento de la realidad que su personaje teatralmente transmite, y la riqueza y el colorido de la voz, lo que hace que el personaje aparezca aún más extraño, ajeno e imprevisible.

Ines Hengl-Pirker (Ida), Alina Wunderlin (Adele)

Quizá el descubrimiento de la sesión, en términos vocales, viene de la mano de la Adele de Alina Wunderlin. No es fácil disipar los fantasmas del pasado cuando se trata de un papel que en este mismo teatro cantó, para Harnoncourt, la gran Edita Gruberová, pero la joven soprano alemana, que ya hace carrera en los principales teatros con papeles como la Königin der Nacht o Zerbinetta, es capaz de afirmar un perfil propio, tanto en términos musicales como teatrales, con una voz cuyo metal, penetración e incisividad son el correlato adecuado a las ideas en más de un aspecto duras y cortantes de su personaje. Librado a su propia lógica, siempre dentro de un control estricto, el instrumento brilla y hasta deslumbra en los registros agudo y sobreagudo, manejados, al igual que la precisa coloratura, como elementos de caracterización, que contribuyen a retratar a un personaje a la vez exuberante y amenazante, con un algo de simplicidad diabólica.

Rosalinde es Hulkar Sabirova. Habíamos hasta el momento encontrado a esta soprano, nacida en Uzbekistán y de nacionalidad alemana, en partes de gran compromiso, que quizá le conducen hasta el límite mismo (y un poco más allá) de sus posibilidades, como la de Hélène en Les Vêpres siciliennes en la Deutsche Oper berlinesa, o la de Leonora en La forza del destino en la Opéra de Lyon. El cometido de Rosalinde no tiene posiblemente la misma dificultad en términos estrictamente vocales, además de ser básicamente opuesto a los citados en términos dramáticos. Aquí, Sabirova se entrega con una generosidad total al retrato de un personaje que Herheim imagina como si permanentemente estuviera viviendo, o fingiéndose a sí misma recrear, el mundo de pasiones desaforadas de los iconos de la ópera. De un entusiasmo contagioso, de una comunicatividad franca, de una energía que desarbola y anula eventuales resistencias, Sabirova no es probablemente la Rosalinde más refinada, ni más sutil, ni más sexy, pero tampoco lo pretende, y por el contrario, se integra en el mecanismo de la producción como una de sus imágenes icónicas, por un lado la cantante retirada, esposa del rico Eisenstein, que se busca un tenor-amante alfa para entretener sus tedios, y por otro la figura rememorada por Frosch / Franz Joseph de su adorada Sissi, que a su vez se superpone con la belleza húngara incógnita que irrumpe en la fiesta de Orlofsky.

Leon Košavić (Falke), Thomas Blondelle (Eisenstein)

Finalmente, Thomas Blondelle es Gabriel von Eisenstein. Joven tenor belga que destacó ya hace algunos años trabajando con Herheim en el papel de Loge, y a quien hemos podido más recientemente admirar en partes como la del Barón Lummer en Intermezzo (en la Deutsche Oper Berlin) o la titular de Siegfried, bajo la dirección de Kent Nagano en Lucerna. De voz clara pero bien timbrada y proyectada, fraseo de una mesura intachable y articulación nítida, el Eisenstein de Blondelle es un ejercicio de elegancia, de urbanidad, de compostura, un poco en las antípodas de la creación desaforada y expresionista de Georg Nigl en Munich. Este Eisenstein sí que es, como el libreto dice de él, un honesto ciudadano, o al menos alguien que aparece como tal, y que además, sin ignorar en ningún momento las amenazas que le circundan, decide navegar a través de ellas con una mezcla de valentía y de resignación.

 

¿Feliz es, quien olvida ?

La última imagen de este espectáculo corresponde a Falke / Hitler, solo sobre el escenario vacío y oscuro : ni la mansión de Eisenstein ni el patio del presidio, ni tan siquiera los palcos elegantes del teatro, sino el espacio frío, extrañamente consistente, e inalcanzable, pero no por ello menos real, de nuestras peores pesadillas. Y Falke / Hitler susurra, nos susurra, en un modo tan repugnante como diáfano, Glücklich ist, wer vergisst, mientras dirige su mirada hacia el vacío. Sí, feliz es quien olvida lo pasado, porque podrá volver a tropezar en la misma piedra. Porque podrá volver a entregarse, felizmente, a la autodestrucción. Y un parentesco, no por inesperado menos evidente, se establece entre el teatro / mansión / prisión en ruinas de Herheim, que es la metáfora de una Austria-Hungría que es a su vez la metáfora de Europa ; y la Europa / parque de atracciones en ruinas que nos propone Frank Castorf en su Hamlet, estrenado en Hamburgo de manera virtualmente coetánea a este Die Fledermaus en Viena. Nos lo explica nuestro Wanderer Obergott, y que se trate de sus propias palabras no es razón suficiente para dejar de citarlas :

 

Et le quart du XXIe siècle que nous venons de vivre annonce des retours inquiétants, haines de l’autre, intolérances religieuses, totalitarismes, délitement démocratique. Le théâtre a forcément une fonction d’avertissement, ce que sait si bien dire Artaud dans Le théâtre et la peste et ce que dit Shakespeare dans son Hamlet, et ce que souligne Castorf des désarrois d’Hamlet devant un monde qui échappe et glisse dangereusement vers les gouffres. Castorf et Warlikowski, mais aussi Wajdi Mouawad dans leur théâtre ne cessent de le clamer, de le souligner, de le constater, en utilisant la littérature et l’art dont c’est d’ailleurs la fonction. 

 

Sí, la tragedia de una Europa que “es feliz porque olvida”; la crisis de unos valores que nos vertebran y que sin embargo son puestos en duda o directamente negados aquí y allá al servicio de intereses, al cobijo de miedos y al calor de mezquindades ; la función de denuncia, de apercibimiento y en último término de antídoto del rito de comunión teatral ; todo ello está presente o cuando menos implícito en este Die Fledermaus anti-didáctico pero no por ello menos aleccionador. Herheim, además de en buena medida reivindicarse a sí mismo frente a quienes, más jovénes y bellos, le pueden haber considerado en la decadencia, reivindica (lo que es más importante) la centralidad de Strauß como testigo y narrador de las convulsiones del que Zweig llamará El mundo de ayer ; y reivindica, en último término, la necesidad de la memoria, y con ello, la centralidad de los valores de nuestra vetusta, maltrecha e irremediable Europa para cualquier tentativa de convivencia viable entre seres dignos de ser llamados humanos. La tragedia de aquella Austria-Hungría plurinacional, fragmentada y diversa, como lo es hoy nuestra Europa, es, puede ser, nuestra propia tragedia.

 

Johann Strauß (1825–1899)
Die Fledermaus (1874)
Komische Operette in drei Akten
Livret de Richard Genée d'après la comédie "Le Réveillon" de Henri Meilhac et Ludovic Halévy dans l'adaptation allemande de Karl Haffner
Création à Vienne, Theater an der Wien, le 5 avril 1874

Direction musicale : Petr Popelka
Mise en scène et décors : Stefan Herheim
Collaboration aux décors : Vanessa Pressl
Costumes : Esther Bialas
Lumières : Franz Tscheck
Chorégraphie : Beate Vollack
Dramaturgie : Christian Schröder

Eisenstein : Thomas Blondelle
Rosalinde : Hulkar Sabirova
Adele : Alina Wunderlin
Dr. Falke : Leon Košavić
Frank : Krešimir Stražanac
Alfred : David Fischer
Prinz Orlofsky : Jana Kurucová
Frosch : Alexander Strobele
Dr. Blind : Alexander Kaimbacher
Ida : Ines Hengl-Pirker

Danseur : Samir Bellido
Danseur : Federico Berardi
Danseur : Roberto Calabrese
Danseur : Blaž Cunk
Danseur : Yannick Neuffer
Danseur : Alberto Terribile

Wiener Symphoniker

Arnold Schoenberg Chor (Direction : Erwin Ortner)

 

Vienne, Theater an der Wien, vendredi 24 octobre 2025, 19h

Cette nouvelle production de Die Fledermaus, créée début octobre et dont on commente ici la dernière représentation, a ouvert la saison actuelle du Theater an der Wien et a également marqué le point culminant des célébrations organisées dans la ville de Vienne pour le bicentenaire de la naissance de Johann Strauss fils, qui a eu lieu précisément le 25 octobre 1825 ; tandis que la première de Die Fledermaus eut lieu dans ce même Theater an der Wien, le 5 avril 1874. La mise en scène de l'actuel directeur artistique de l'institution, le Norvégien Stefan Herheim, s'appuie sur ces dates pour proposer une lecture de l'œuvre qui tente de la situer dans le double contexte de l'histoire du théâtre viennois et, au-delà de ses murs (si cela est possible), de l'histoire même de la nation autrichienne. Pour Herheim, tout comme Parsifal pouvait être lu comme une métaphore ou un condensé de l'histoire de Bayreuth et de l'Allemagne, Die Fledermaus représente un symbole et une figure de l'histoire du Theater an der Wien et de l'Autriche.

…de cuyo nombre no quiero acordarme…
(du nom duquel je ne prefère pas me souvenir…)

Cervantes

 

Herheim et nous

Tout d'abord, une constatation peut-être banale, mais peut-être pas tout à fait superflue : Stefan Herheim est, qu'on l'apprécie beaucoup, peu ou pas du tout, l'un des principaux noms de la mise en scène d'opéra de ces dernières décennies. Depuis ses débuts dans divers théâtres scandinaves et allemands, son passage à la notoriété avec un Die Entführung aus dem Serail (Salzbourg 2003) plus que controversé, dans lequel un jeune ténor nommé Jonas Kaufmann a dû calmer les esprits échauffés du public, sa consécration avec des productions aujourd'hui mythiques telles que Rusalka (La Monnaie 2008), Parsifal (Bayreuth 2008), Der Rosenkavalier (Stuttgart 2009) ou Xerxes (Komische Oper Berlin 2012), il est passé à une sorte de  maturité parfumée , selon une certaine communis opinio, par l'ombre indéniable de la décadence, peut-être parce que d'autres, comme dirait la Maréchale (… de Rosenkavalier), plus jeunes et plus beaux que lui, ont pris sa place, peut-être parce qu'au-delà des évaluations intrinsèquement discutables ad hominem, on constate une baisse de son inspiration (déjà vérifiable dans Die Meistersinger von Nürnberg – Salzbourg 2013 -, très prononcé dans Pelléas et Mélisande – Glyndebourne 2018 -, sans citer d'autres travaux plus récents, effacés de ma mémoire, et il aboutit enfin à son poste actuel d'intendant du théâtre di stagione de la capitale viennoise, qu'il a rebaptisé Musiktheater an der Wien, comme pour souligner le sens et l'objectif de son projet artistique.

En effet, on pourrait penser, avec une certaine malveillance et sans doute une dose d'injustice, que la position que Herheim s'est choisie à Vienne n'est en réalité, sous ses apparences brillantes, qu'un simple refuge, ou bien un subterfuge pour prolonger une carrière en déclin. D'autant plus que les productions signées par Herheim lui-même n'ont peut-être pas constitué le principal centre d'attention des saisons du nouveau Musiktheater an der Wien ; et que, dans le même temps, la vitalité et l'élan que le directeur a su donner à une programmation qui a admirablement bien su s'adapter au défi que représentait l'exil forcé de la salle historique du Naschmarkt, alors que s'achevaient de longs (et apparemment interminables) travaux de rénovation ; avec des productions, conçues pour la Halle E du Museumsquartier voisin, qui resteront dans la mémoire des amateurs d'opéra, comme celles de La gazza ladra signée Kratzer, Der Freischütz dans la production David Marton ou Der Idiot , production de Vasily Barkhatov (première en Autriche, avant le miracle de la production salzbourgeoise de Warlikowski en 2024) ; entre autres. Tout comme l'élan qu'il a donné au petit et délicieux espace de la Kammeroper, sur le Fleischmarkt, à l'opposé de l'Innere Stadt ; et le retour la saison dernière à l'An der Wien, après avoir surmonté le contretemps du retard dans la réouverture, avec une colossale Norma et Les Fiançailles au couvent dont Wanderer a rendu compte
Herheim a toutefois choisi de se réserver le défi, certes non négligeable, que représente cette nouvelle production d'une œuvre emblématique s'il en est, Die Fledermaus, en cette année du bicentenaire du compositeur, dans la ville et le théâtre qui ont vu naître l'œuvre, à quelques mètres seulement de l'autre grand théâtre lyrique de la capitale, la Wiener Hofoper (aujourd’hui Staatsoper), dont le directeur, à la mort de Johann Strauß (1899) est un certain Kapellmeister d'origine bohémienne et juive, donc en quelque sorte un étranger, nommé Gustav Mahler et où, depuis le 31 décembre 1979 (soit un peu moins d'un demi-siècle), la mise en scène emblématique d'Otto Schenk règne en maîtresse incontestée.

Pantomime dans l'ouverture, qui anticipe l'avant-dernière scène. De gauche à droite : Leon Košavić (Falke), Ines Hengl-Pirker (Ida), Thomas Blondelle (Eisenstein), Alina Wunderlin (Adele), Hulkar Sabirova (Rosalinde), David Fischer (Alfred), Alexander Strobele (Frosch)

La chauve-souris et nous

La simple évocation de la musique de la famille Strauß éveille chez les amateurs des associations directes avec le rituel du Neujahrskonzert et avec une certaine image de « rêve impérial », fabriquée par l'industrie touristique dont ce rituel fait partie, faite de gazes, de chocolats et de tulles, de la Vienne faussement éternelle passée au crible des lipides les plus indigestes de la princesse (bavaroise) Sissi et de ses acolytes.
Il convient donc de rappeler, même brièvement, quelques éléments du contexte historique dans lequel s'inscrit la création de Die Fledermaus.
La Vienne qui assiste en 1874 à la première de cette opérette est la capitale de l'empire qui, huit ans plus tôt seulement, avait été vaincu par la Prusse émergente lors de la guerre dite des sept semaines, ce qui donne une idée de son déroulement fulgurant. La paix de Prague, le 23 août 1866, peu après la défaite autrichienne à la bataille de Sadowa ou Königgrätz (l'actuelle Hradec Králové, à une heure et quart de train de Prague, vers l'est), scella l'hégémonie de la Prusse en tant que vecteur de l'unification des États allemands hétérogènes ; elle conduisit, l'année suivante, à la signature du compromis austro-hongrois, par lequel le pays devint une monarchie double, connue sous le nom d'Empire austro-hongrois, avec la Hongrie (d'où est originaire l'énigmatique comtesse qui fait irruption masquée au milieu de la fête du prince Orlofsky), désormais politiquement assimilée à l'Autriche, et sanctionne la cession par l'empire des Habsbourg de la région de Vénétie au royaume d'Italie.
Il ne faudra pas longtemps pour que la Prusse remporte une nouvelle victoire militaire écrasante, cette fois contre la France (1870), et que soit fondé le (deuxième) Empire allemand (1871), celui du Kaiser Wilhelm et du Chancelier Bismarck.
La Vienne qui voit naître Die Fledermaus est donc la capitale d'un empire millénaire, mais secoué par les transformations et, qu'il en soit conscient ou non, au début de l'épilogue de son existence.
Faut-il le rappeler ? L'Empire austro-hongrois sera démembré en 1918, avec le cataclysme de la Grande Guerre, et à son tour, seulement deux décennies plus tard, la Première République qui en résultera se livrera aux bras du Troisième Reich allemand, celui du Führer Hitler, originaire de Braunau am Inn, en Haute-Autriche.
Un peu moins de 400 kilomètres séparent Sadowa du village natal du Führer, un peu plus de quatre heures et demie de route, et un peu plus de soixante-dix ans séparent le traumatisme de la défaite contre la Prusse de l'Anschluss.
C'est, comme l'explique le Wiener Philharmoniker sur son site web, pendant la période nazie que commence le rituel viennois des concerts de fin d'année consacrés à la musique des Strauß. Le 31 décembre 1939, Clemens Krauss dirige au Musikverein un concert dont les recettes sont intégralement destinées à la campagne du Kriegswinterhilfswerk (Œuvre d'entraide hivernale de guerre).
Et parmi les œuvres jouées lors de ce concert figurait l'ouverture de Die Fledermaus.

Herheim et La Chauve-souris

L'interprétation que Herheim propose de La Chauve-souris se distingue des autres plus ou moins récentes et plus ou moins iconoclastes (celle de Neuenfels à Salzbourg vient immédiatement à l'esprit du lyricophile), dans la mesure où elle s'appuie sur la perspective historique que nous venons d'évoquer très superficiellement, pour tenter d'en extraire le message que l'œuvre peut avoir pour le public qui, hic et nunc, la découvre au théâtre.

Ce n'est en réalité pas un point de départ inédit dans la carrière de metteur en scène de Herheim : déjà son mythique Parsifal pour Bayreuth proposait un condensé, entre métaphorique et onirique, de l'histoire tourmentée de l'Allemagne ; et de manière similaire, son Eugène Onéguine, (dont le blog de Guy Cherqui a rendu compte) moins diffusé mais non moins admirable, pour De Nationale Opera d’Amsterdam, réunissait plusieurs des jalons essentiels de l'imaginaire historique russe / soviétique, y compris la présence du cosmonaute Youri Gagarine errant de manière paradoxalement pertinente dans les salons de la Russie impériale de Pouchkine.

Fête au Palais Orlofsky. Alina Wunderlin (Adele) au centre

Le terme onirique est probablement aussi essentiel, voire plus, que tout autre pour tenter d'approcher ce que propose Herheim. Nous ne sommes pas ici face à une présentation hyperréaliste, ni à une prétention de fidélité à une réalité historique concrète. Herheim souhaite nous plonger dans l'histoire de l'Autriche, celle de Strauss et aussi celle de nous, spectateurs, mais son attitude n'est pas celle d'un chroniqueur sec, objectif et centré sur les faits. Tout comme la machine marketing du Neujahrskonzert nous présente une Autriche de carte postale, capable de nous convaincre que cette Autriche est éternelle dans une certaine mesure même si nous sommes conscients de son éloignement de la réalité, la machine théâtrale de Herheim nous place face à une vision très personnelle et particulière du passé de l'Autriche, une vision que le spectateur n'est pas moins capable de reconnaître parce qu'elle est partielle ; car les images accumulées sur scène possèdent la puissance expressive et la cohérence irrationnelle de celles qui se produisent dans le monde des rêves. Qui pourrait remettre en question, par exemple, que le bon Gagarine ait rencontré le prince Gremin lors de la même fête d’Onéguine ?

Les six Strauss avec Alexander Strobele (Frosch) au centre 

Et qui pourrait remettre en question, une fois posée la prémisse du logique-onirique, que La Chauve-Souris commence et se déroule dans la même prison qui abrite Florestan dans Fidelio ; et que les premières mesures que l'on entend au début de la représentation ne soient pas celles tant attendues par tout le public, le début fulgurant et festif de l'ouverture écrite par Strauß, mais les accords tendus, épiques et telluriques avec lesquels Beethoven ouvre le deuxième acte (ou le troisième, selon les versions) de son opéra, qui a été créé, comme La Chauve-Souris, dans ce même théâtre. Ces deux exemples de Musiktheater sont liés non seulement par le lieu où ils ont vu le jour, mais aussi parce qu'une partie essentielle de leur intrigue se déroule à l'intérieur d'une prison.

Début de la deuxième partie. Au milieu du carnage de la fête, Frosch imagine que sa princesse bien-aimée Sissi, la belle Hongroise incognito, surgit du fond. Czardas 

Mais dans Die Fledermaus, la prison n'apparaît généralement qu'au troisième acte, et elle nous est présentée comme un lieu de dérision, où les quiproquos les plus absurdes se succèdent tout naturellement, dominés par une atmosphère festive et une acceptation tacite de la justesse, voire de la nécessité, de tous les excès. Voir, parmi les productions récentes, celle de Kosky à Munich, avec ses six Frosch et l'intervention hilarante d'un Martin Winkler au sommet de l'expression comique. Alors que la prison, chez Beethoven, est un lieu symbolique de l'héroïsme, de la résistance face à la tyrannie, du triomphe de tout ce qui fait de l'être humain une créature libre et rationnelle, et de la vie en communauté une vie de fraternité. Ainsi, lorsque cette Fledermaus s'ouvre sur la vision de ce qui pourrait être la cour intérieure d'un panoptique, et s'ouvre sur la musique de Beethoven, non seulement l'effet de surprise pour le spectateur est énorme, mais la dissonance est très prononcée entre le sens que devrait avoir en principe la scène à laquelle nous assistons et celui que nous pouvons percevoir.

Une dissonance onirique, dans cette Vienne où le Dr Freud tenait son cabinet : Herheim n'a pas besoin de recourir à une modification importante du cours dramaturgique tracé par le livret, et à l'exception de l'altération de l'ordre de présentation de certains numéros (l'exemple le plus notable étant les czardas de Rosalinde), il les maintient tous conformes à ce que le spectateur pourrait voir dans la production d'Otto Schenk dans la toute voisine Staatsoper.
Mais le contexte spatial et temporel dans lequel les personnages sont situés et les situations se déroulent fait que le sens des numéros successifs auxquels nous assistons est souvent très différent de celui auquel nous sommes habitués et, surtout, qu'il nous est présenté chargé d'une ambivalence propre aux rêves.

Premier acte, salon d'Eisenstein. Au fond, dans la loge, Alexander Strobele (Frosch) . Sur la table Thomas Blondelle (Eisenstein), Alexander Kaimbacher (Blind), Hulkar Sabirova (Rosalinde)

Comment comprendre et accepter, sinon, que le geôlier Frosch revête les traits bien connus du Kaiser François-Joseph 1er, qui dès le début de la représentation nous interpelle par une allocution comique, comme le fait Frosch dans les productions habituelles dans la séquence initiale de l'acte III, mais qui dans ce cas n'est pas une simple présence comique, mais plutôt (à nouveau) ambivalente, porteuse d'une charge tragique indéniable, spectateur muet permanent des scènes dans lesquelles il n'intervient pas directement, comme s'il s'agissait (car il s'agit bien de lui) de François-Joseph lui-même se remémorant le passé, méditant sur le moment où les événements de son règne ont irrémédiablement mal tourné pour aboutir à la débâcle. Un peu comme un Wanderer qui n'aurait jamais eu sa lance sur laquelle s'appuyer comme un bâton sur le chemin, et un peu comme un Lear insomniaque qui n'aurait jamais eu de Cordelia à écarter : une présence fantomatique, dictatoriale mais impuissante, inévitable mais inutile ; condamné à la manière de Sisyphe, à assister à la répétition de son passé, sans pouvoir en modifier d'un iota le cours. Empereur-geôlier, roi absolu d'une prison qui est son empire, qui nous apparaît comme un symbole ambivalent du tragique et du comique, la prison de Florestan et celle de Frosch, qui, même si nous ne l'avions pas remarqué, sont en réalité le même endroit, et cet endroit n'est autre que la scène même du Theater an der Wien. Image du cosmos, vision concentrée d'une réalité qui, dans le temps mesuré par les historiens, aura couvert ou couvre des centaines d'années et de kilomètres, mais qui, dans la vision onirique évoquée par Herheim, devient à la fois prison, empire et théâtre.

 

Ainsi, lorsque l'ouverture de Strauß retentit enfin et que la scène tourne sur elle-même, le spectateur découvre que derrière les cellules du panoptique, où les prisonniers languissent à moitié morts, se trouvent les élégantes loges du Theater an der Wien, avec leurs velours, leurs lampes et leurs cariatides : comme si, par le simple maniement de l'espace, Herheim voulait montrer non seulement la proximité proverbiale entre le Capitole et la Roche Tarpéienne, mais aussi que l'un et l'autre sont littéralement les deux faces d'une même médaille, ou dans ce cas, du même disque scénographique.

Et tout comme la caractéristique la plus marquante du panoptique, tel qu'il a été conçu par Bentham en 1780 (vingt-cinq ans avant la première de la première version de Fidelio), était de permettre au détenu d'être visible en permanence et donc surveillé en permanence, celle des loges du théâtre est de permettre une vision parfaite de ce qui se passe sur scène. Ainsi, à la fin de l'ouverture et au début du premier acte, dans l'élégant salon du manoir d'Eisenstein, l'effet induit, avec à nouveau sa dose de dissonance onirique face à la présence du Kaiser François-Joseph comme spectateur dans ces loges, est de nous montrer les habitants de ce salon comme des prisonniers, visibles en permanence, soumis à une surveillance constante. En définitive, même si la richesse et le goût du mobilier dénotent la position élevée dans la hiérarchie sociale des propriétaires de cette maison, la situation de fragilité dans laquelle ils se trouvent est claire à tout moment.

Car pour Herheim, le couple formé par Eisenstein et Rosalinde est un couple d'« étrangers ».
Des gens qui, en outre, resteront « étrangers » même s'ils cherchent à s'assimiler. Elle est hongroise (dans le fantasme de Frosch / Franz Joseph, c'est sa princesse Sissi, qu'il regrette) ; comme le lui dit sans détour la servante Adèle, en assistant à ses ébats avec Alfred, « ce n'est pas mal pour une Hongroise ». Adèle, représentante selon la vision de Herheim d'un certain type (parfaitement décrit dans de nombreux pays hier et aujourd'hui) de classe populaire insatisfaite (le livret nous explique qu'elle aimerait se lancer dans une carrière d'artiste, celle que sa maîtresse Rosalinde a abandonnée, mais que ses origines modestes et ses moyens ne lui permettent pas), pour se rendre à la fête d'Orlofsky, elle ne se limitera pas au stratagème innocent de l'alte kranke Tante, la vieille tante malade, mais ira jusqu'à dire à sa maîtresse hongroise, avec colère dans le regard et fermeté dans le ton, qu'il y a beaucoup d’« étrangers » qui occupent les postes destinés aux bonnes gens « d'ici ».
Quant à Eisenstein, Herheim nous le présente comme un intellectuel juif, vêtu d'une robe de chambre d'un goût oriental raffiné, avec ses lunettes et sa petite moustache, peut-être une évocation à mi-chemin entre les figures tragiques de Hofmannsthal et de Zweig, avec une très belle menorah couronnant la table de son salon (ou cellule), qui est également meublé d'un piano, de canapés profonds, d'un paravent où nichent des oiseaux exotiques… Sans la bibliothèque au fond, un salon qui n'est pas sans rappeler celui d'Hérode dans Salomé de Warlikowski, non pas parce que le décorateur d'une production s'est inspiré de l'autre, mais parce que, selon toute vraisemblance, l'Hérode de Warlikowski et l'Eisenstein de Herheim étaient amis, se connaissaient ou du moins avaient quelque chose en commun.
Et ce n'est certainement pas un hasard si, lorsqu'il commande à Adèle un delikates Souper pour la veille de son incarcération, celle-ci lui apporte une tête de cochon gigantesque, grotesque et répugnante, qui provoque une réaction de panique chez Rosalinde, qui, pour le dissimuler, s'exclame che porcheria tedesca, comme l'aurait fait une autre princesse étrangère, Marie-Louise de Bourbon, devant le Tito de Mozart, à la différence que les représentations artistiques centenaires de la Judensau (terme aujourd'hui puni pénalement dans les pays d'Europe centrale) peuvent effectivement être considérées comme une porcheria tedesca. Alors qu'Eisenstein, face à cette même offense teintée de menace, réagit par un bref geste de dégoût et de rejet, comme si ce n'était pas la première fois qu'une telle chose lui arrivait, comme si, d'une certaine manière, il s'agissait d'un accident de plus dans le cours d'une passion prédéterminée et assumée (à tout le moins, d'un rituel, dans la mesure où il se déroule entièrement sous le regard attentif des spectateurs), comme s'il était parfaitement conscient que la distance entre le Capitole et la Roche Tarpéienne n'est pas plus grande que celle qui sépare les deux faces d'une même pièce.
Et dans le manoir/prison onirique de notre Gabriel von Eisenstein, on retrouve régulièrement une espèce bien caractérisée de figures cauchemardesques : les nazis. D'abord, dans la figure de l'avocat Blind, qui, par hasard ou non, dévoile son uniforme du parti sous sa toge d'avocat, tout en se vantant de sa capacité à manipuler et à déformer la vérité. Ensuite, dans le personnage maniaque, médiocre et frustré de Falke, l'ami d'Eisenstein qui a médité de se venger de celui-ci pour l'avoir fait marcher déguisé en chauve-souris sous les regards impitoyables des Viennois, et qui, dans l'interprétation de Herheim, est le célèbre natif de Braunau am Inn, Adolf Hitler, avec sa moustache si caractéristique et son regard aliéné.

Fête chez Orlofsky. Les Strauss métamorphosés en soldats SS

Enfin, les six danseurs, que nous croyions être autant de visions du compositeur Strauß (à l'instar du Tchaïkovski multiple que Herheim présente dans La Dame de pique – Amsterdam, 2016), se multiplient, mais, avec la fluidité et la volatilité propres aux rêves, se transforment à un moment donné en autant de soldats SS, tout comme l'élégante et mondaine fête du prince Orlofsky (avec le regard perdu et l'air androgyne d'une Marlene Dietrich, même si son accent russe le trahit comme un autre « étranger ») se transforme en un massacre des invités, sans raison apparente.

Premier acte dans le salon d'Eisenstein. De gauche à droite, Alexander Strobele (Frosch) David Fischer (Alfred), Krešimir Stražanac (Frank)

C'est dans ce contexte que se situe et se développe cette Fledermaus : un monde à mi-chemin entre le délirant, le comique et l'horrible, où les situations les plus absurdes sont celles qui, avec une logique imparable, deviennent réalité. Et dans ce contexte de dissonance onirique, certaines choses, réelles, provoquent chez le spectateur au moins autant d'horreur que de rire. Par exemple, le fait que quelqu'un puisse être emprisonné parce qu’il est Gabriel von Eisenstein, sans l'être en réalité. Ou que les autorités puissent vouloir emprisonner quelqu'un comme Gabriel von Eisenstein, sans qu'il y ait de raison connue pour cela. Ou que quelqu'un qui est manifestement aliéné, comme notre Falke / Hitler, commence, alors qu'il est invité dans le salon d'Eisenstein, à tirer des coups de feu à ses pieds, et que le propriétaire (de la cellule) ne puisse réagir qu'en montant sur une table, les bras levés. Ou que dans le calendrier de la prison, nous passions, dans le premier acte, du vendredi 24 octobre 2025 (jour de la représentation) au dimanche 5 avril 1874 (jour de la première de Die Fledermaus) ; puis, dans le troisième acte, au vendredi 11 mars 1938 (jour du début de l'Anschluss), afin que, selon la même logique, la page suivante du calendrier que découvre le geôlier Frosch / Franz Joseph soit (à nouveau) celle du vendredi 24 octobre 2025, jour de la représentation.

Pantomime pendant l'ouverture. Leon Košavić (Falke), Hulkar Sabirova (Rosalinde), Thomas Blondelle (Eisenstein)

Ce temps circulaire, ce présent statique de la prison, où chaque jour est identique aux précédents et aux suivants, et cette condition de prisonnier qui (dans Die Fledermaus mais aussi dans Fidelio) s'acquiert comme par hasard, sans raison apparente qui la justifie, fait penser à cette prison à laquelle Albert Camus a déjà fait référence dans son roman L'Étranger, pour caractériser l'absurdité de l'existence humaine. Tout comme les personnages de Fledermaus de Herheim, son protagoniste, Meursault, se retrouve en prison sans qu'il soit lui-même tout à fait conscient des raisons, et rapidement, tous les rites qui accompagnent la vie du prévenu occupent une place prépondérante, pour lui et pour ceux qui sont responsables de son incarcération, au point qu'il en vient à oublier pourquoi il est détenu. On pourrait dire des prisonniers de Fledermaus ce qu'écrit Camus : « peu à peu, le ton des interrogatoires changea. Il semblait que le juge ne s'intéressait plus à moi et qu'il avait classé l'affaire, en quelque sorte (…) L'affaire suivait son cours, selon l'expression même du juge (…) Tout était si naturel, si bien arrangé et si sobrement représenté, que j'avais l'impression ridicule de « faire partie de la famille » ». Dans la prison du Fledermaus également, les affaires « suivent leur cours », et les prisonniers font partie intégrante de « la famille », à commencer par Eisenstein (ou est-ce Alfred ?), le chanteur encombrant qu'il faut constamment faire taire, et tous les autres qui, dans le troisième acte, se précipitent vers les cellules, sans qu'aucun d'entre eux ne sache vraiment pourquoi il doit le faire.

 

Voilà pour les ingrédients du cauchemar. Mais si le spectacle fonctionne, s'il parvient à capter l'attention et à susciter l'adhésion du spectateur, c'est parce que Herheim prend soin de s'abstenir de proposer une leçon d'histoire, une thèse morale ou même une métaphysique des mœurs habsbourgeoises. Les cauchemars, les rêves, n'enseignent rien : ils n'ont pas cette prétention ; ils nous font seulement nous réveiller en sueur.
Et l'horreur est plus réelle si elle s'accompagne de rires, si elle en est indissociable.
Herheim, magicien du théâtre, prodigue d'artifices, constructeur d'arcades baroques éblouissantes, est celui qui tient fermement les rênes du spectacle pendant les passages les plus longs, celui qui sait utiliser certaines figures (l'amant/chanteur Alfred, ici une sorte de galant du cinéma muet, ou de ténor de l'âge d'or du gramophone ; le directeur de la prison Frank, avec ses lunettes et la figure désarmante de Krešimir Stražanac pour l'incarner ; la figure même, toute en exagération divine, de Rosalinde) comme vecteurs de détente comique, qui établissent un équilibre avec la basse continue de la terreur qui parcourt l'ensemble des scènes. Le talent de Herheim, malgré ce que ceux qui ont lu ces lignes jusqu'ici auront probablement déduit, ne réside pas dans sa volonté de nous présenter Die Fledermaus comme une œuvre sérieuse ou profonde, mais dans le maintien d'un juste équilibre entre la frénésie festive qui émane de la musique de Strauß et la proposition de fond, qui est celle d'une lecture historique, et donc d'un pari sur la mémoire, à une époque, la nôtre, où les êtres humains abandonnent la mémoire et avec elle les enseignements qu'elle nous apporte,  et dans une œuvre, Die Fledermaus, qui nous enseigne apparemment le caractère embarrassant de la mémoire et qui semble proposer parmi ses slogans ceux de l'oubli (Glücklich ist, wer vergisst) et de l'irresponsabilité (Champagner hat´s verschuldet),  même si presque rien de ce qui est dit dans le livret magistral de Carl Haffner et Richard Genée ne peut être compris au sens littéral.

La mémoire est, entre autres, le mot écrit. Dans le salon de Gabriel von Eisenstein (un honnête citoyen, selon la description du livret), contrairement à ce qui se passe dans le salon d'Hérode de Warlikowski, il n'y a pas de bibliothèque. Dans le salon d'Eisenstein, il n'y a qu'un seul livre ; et celle qui tente de le lire est Adèle, mais elle le rejette rapidement, avec un geste d'agacement, car elle n'en comprend probablement pas un mot. Il s'agit d'un texte de Schiller, « Der Mensch ist frei, / Und würd er in Ketten geboren » (L'homme est libre, même s'il est né enchaîné), et, par hasard ou non, le salon où se trouve ce livre est le revers d'une prison où aucun des prisonniers ne connaît les raisons pour lesquelles il purge sa peine, et, par hasard ou non, cet étrange Schiller est le même écrivain que celui qui a mis en musique l'étrange compositeur de Fidelio, pour aboutir à une étrange composition symphonique avec texte chanté dans laquelle il est également question de liberté. Dans Die Fledermaus, Strauß a composé sa propre Ode an die Freude (selon Bernstein, an die Freiheit), comme le montre magistralement la production munichoise de Kosky, dans le numéro Brüderlein und Schwesterlein, pendant la fête au palais d'Orlofsky. Mais dans cette Fledermaus, c'est Falke / Hitler qui mène ce chant, avec son geste maniaque et son regard perdu dans l'infini de la salle de théâtre / empire / prison, tandis que tous les autres solistes et le chœur l'accompagnent solennellement.

Schiller est également chargé, tel un deus ex machina, d'apporter le lieto fine à la séance… pour cette occasion. Une fois le désordre entre Alfred, Gabriel et Rosalinde dissipé, tous se réconcilient et s'apprêtent à quitter la prison, lorsqu'ils trouvent sur leur chemin la présence menaçante de Falke / Hitler, de Blind, de l'ambigu Orlofsky et de gardes armés. Heureusement, on découvrira rapidement que le Dr Falke a une fois de plus été berné, et que la sentence, comme Blind le devine, sera l'œuvre de l'incompréhensible Schiller : Der Mensch ist nur da ganz Mensch, wo er spielt, l'être humain n'est pleinement tel que lorsqu'il joue. Revendication du théâtre et de l'art comme antidote à la barbarie et comme refuge contre la mort.

Mais le dernier mot, sur scène, reviendra à Falke / Hitler : Glücklich ist, wer vergisst… Peut-être parce que la mémoire est aussi nécessaire que l'art et qu'elle en est la condition de possibilité.


La direction musicale

Comme c'est la règle élémentaire de toute représentation de Musiktheater digne de ce nom, les composantes musicales et vocales de la représentation sont directement liées à son aspect scénique, de sorte que les deux aspects se conditionnent et se complètent mutuellement. C'est ce que l'on appelle, dans les termes wagnériens peu acceptés par certains adorateurs de l'opéra italien, mais non moins éloquents et pertinents pour autant, la Gesamtkunstwerk. Nous sommes ici en présence d'une véritable Gesamtkunstwerk, dans la mesure où l'interprétation musicale et scénique convergent dans la même direction et avec le même effet, celui de bouleverser la sensibilité du spectateur.

Petr Popelka (Prague, 1986), actuel chef titulaire de l'orchestre dédié par excellence aux concerts symphoniques dans la capitale autrichienne, le Wiener Symphoniker, est l'un des talents qui se distingue parmi la jeune génération de chefs d'orchestre d'Europe centrale, au sein d'une carrière qui se construit comme il se doit, pas à pas, en développant un talent indéniable et un talent communicatif évident sur le podium avec la patience, le soin et le sérieux qui conviennent, loin de l'hystérie néfaste indissociable de certains feux de projecteurs dont je ne veux pas me souvenir du nom, de sorte que la primauté revient aux critères bien connus de l'acquisition progressive d'expérience musicale.
Sa version de Die Fledermaus se caractérise par une charge théâtrale irrésistible, qui correspond non seulement à la partition elle-même, mais aussi à la lecture qu'en propose Herheim. Et c'est une preuve de l'intelligence du musicien que de ne pas s'être, apparemment, senti intimidé ou méfiant face aux interventions de la production dans la partition, en particulier au début avec les mesures de Fidelio, ou immédiatement après avec l'insertion d'un fragment de la comédie musicale Elisabeth (également créée au Theater an der Wien en 1992), sachant intégrer ces éléments dans le contexte de ce qu'ils représentent théâtralement, comprenant que nous sommes face à un véritable exercice de musique pour le théâtre, avec une vitalité, un sens du rythme et une vigueur qui se maintiendront sans faiblir tout au long de la soirée. Il serait vain d'essayer d'évaluer cette interprétation pour ce qu'elle n'est pas et ne prétend pas être : nous ne sommes pas face à l'une des versions classiques que le disque nous a laissées de cette œuvre, ni face à une lecture d'un raffinement extrême comme certaines de celles que l'on a pu entendre ces dernières années, notamment à Munich, sous la baguette de Kirill Petrenko ou de Vladimir Jurowski, si différentes les unes des autres et si complémentaires à la fois. Popelka nous propose un Strauß, si l'on veut, plus terre à terre, qui répond aux particularités de la production présentée et qui, pour ces mêmes raisons, montre la polyvalence de Strauß en tant que compositeur, la possibilité d'aborder sa musique sous des angles très différents les uns des autres, tout en respectant ce que l'on entend par style viennois.

Le lendemain de la représentation dont il est question, qui serait le jour du bicentenaire du compositeur, deux concerts successifs dans la salle du Musikverein illustreraient à nouveau cette multiplicité d'approches possibles, en partant dans ce cas de la conception de Strauß comme compositeur de musique purement instrumentale : la lecture aux accents impressionnistes de Sokhiev avec les Philharmoniker, et celle, plus proprement symphonique, de Honeck, à nouveau avec les Symphoniker.

 

Les interprètes

L'implication de chacun des interprètes dans le sens global du spectacle nous place face à la prestation d'un ensemble de véritables chanteurs-acteurs.

À commencer par le chœur, le toujours splendide Arnold Schoenberg Chor, préparé par Erwin Ortner, d'une plasticité extraordinaire dans ses transformations successives de corps de prisonniers en masse d'invités au bal, et vice versa, ses membres conservant toujours un beau sens de l'individualité dans leur jeu théâtral et une cohésion souveraine en tant que collectif.

Dans le rôle parlé d'Ida, Ines Hengl-Pirker incarne à la perfection le profil d'une jeune femme de la belle époque qui, par sa tenue et son élégance, pourrait sortir d'un tableau de Klimt, mais qui, dans ses interactions avec les autres personnages, et en particulier avec sa prétendue sœur Olga (Adele), fait preuve d'une certaine brutalité et d'une exigence qui l'ancrent solidement à nos yeux comme l'expression d'un autre type de réalité, plus prosaïque.

L'autre rôle parlé est celui de Frosch / Franz Joseph, interprété par Alexander Strobele. On a déjà largement souligné à quel point ce rôle est essentiel dans l'ensemble de la représentation, présent comme il l'est dans pratiquement toutes les scènes, leur donnant un sens différent par le simple fait de rester attentif à ce que les autres personnages font et disent. Strobele sait rendre crédible le personnage de cet empereur déchu, bien plus complexe qu'un bouffon, en dosant habilement comédie et drame, et en dressant le portrait d'un clown triste et tragique qui reste longtemps gravé dans la mémoire du spectateur.

L'avocat Dr Blind est interprété par le ténor Alexander Kaimbacher, habitué des rôles secondaires tant dans ce théâtre qu'à la Staatsoper. La couleur, la clarté de l'énonciation du texte et la capacité à caractériser le personnage sont remarquables et lui permettent de dresser un portrait complet, même si le nombre de mesures qui lui sont attribuées est inférieur à celui des autres personnages.

Le rôle du directeur de la prison, Frank, confié au baryton-basse Krešimir Stražanac, n'est pas non plus particulièrement long en termes musicaux, mais dans son cas, la virtuosité avec laquelle il dose chaque geste, chaque regard, chaque réponse de ses dialogues, lui permet de créer un personnage d'une comédie tout simplement irrésistible, véritable prototype de cette figure grise de directeur de prison, qui aurait pu exister à n'importe quelle date, 1874, 1938 ou 2025, que le calendrier de l'établissement traverse tout naturellement.

Tout comme Stražanac, son collègue Leon Košavić est également de nationalité croate. Il a une voix plus claire, moins caverneuse, mais avec une présence ferme et bien établie. Son interprétation du rôle de Falke / Hitler est si complète, si soignée dans la panoplie de détails qui la composent, que l'interprète et le personnage se confondent, comme s'ils ne faisaient qu'un. Un grand art qui incite à suivre avec attention la carrière de cet interprète.

Cette recommandation s'étend au ténor David Fischer, interprète d'Alfred, et actuellement membre de l'ensemble du Deutsche Oper am Rhein. Le personnage qu'il incarne dans la production est celui d'un ténor alpha, fournisseur infatigable de notes aiguës qui témoignent de la générosité de ses attributs masculins (ce n'est pas pour rien que Rosalinde, extatique, admire les vertus de « son organe »). Avec cela, ses cheveux rigoureusement peignés en arrière avec de la gomina et son visage poudré de blanc comme s'il s'agissait du prince Calaf, nous présentent la figure du galant prototypique des années Weimar, une figure fantomatique mais non moins répandue par le cinéma et le marketing de l'opéra, à mi-chemin entre Rudolf Valentino et un jeune Richard Tauber. Notre David Fischer n'est certainement ni l'un ni l'autre, et ne prétend pas l'être, mais il se consacre corps et âme à l'incarnation de son personnage, avec une voix lumineuse, ferme et dotée de la générosité que les situations exigent, qu'il s'agisse de chanter la Namenlose Freude de Florestan, ou d'aborder le rôle de Tristan, celui de Chénier ou celui du Duc de Mantoue. Avec le sens de l'excès, de l'absurde et en même temps de l'élégance que ces musiques, chantées dans de tels contextes, exigent.

Les Strauss. Au centre, Ines Hengl-Pirker (Ida) et Jana Kurucová (Orlofsky)

Jana Kurucová est le prince Orlofsky. Artiste déjà relativement chevronnée, elle est particulièrement connue pour ses rôles mozartiens, peut-être surtout celui de Donna Elvira, bien que son répertoire soit très large et varié, allant jusqu'à Vénus dans Tannhäuser ou la princesse étrangère dans Rusalka. Cette fois-ci, la mezzo-soprano slovaque prête sa voix forte et pleine de caractère au personnage indéfinissable d'Orlofsky, et il y a dans son interprétation une certaine bipolarité ou du moins une dissociation entre le sentiment d'isolement relatif de la réalité que son personnage transmet théâtralement, et la richesse et la couleur de sa voix, ce qui rend le personnage encore plus étrange, étranger et imprévisible.

Ines Hengl-Pirker (Ida), Alina Wunderlin (Adele)

La découverte de la soirée, en termes vocaux, vient peut-être de l'Adèle d'Alina Wunderlin. Il n'est pas facile de dissiper les fantômes du passé lorsqu'il s'agit d'un rôle que la grande Edita Gruberová a chanté dans ce même théâtre, pour Harnoncourt, mais la jeune soprano allemande, qui fait déjà carrière dans les principaux théâtres avec des rôles tels que la Königin der Nacht ou Zerbinetta, est capable d'affirmer son propre profil, tant sur le plan musical que théâtral, avec une voix dont le métal, la pénétration et l’aspect incisif correspondent parfaitement aux idées, à plus d'un titre dures et tranchantes, de son personnage. Libérée de sa propre logique, toujours sous un contrôle strict, sa voix brille et éblouit même dans les registres aigus et très aigus, utilisés, tout comme la colorature précise, comme des éléments de caractérisation, qui contribuent à dépeindre un personnage à la fois exubérant et menaçant, avec une certaine simplicité diabolique.

Rosalinde est Hulkar Sabirova. Jusqu'à présent, nous avions rencontré cette soprano, née en Ouzbékistan et de nationalité allemande, dans des rôles très exigeants, qui la conduisent peut-être à la limite même (et un peu au-delà) de ses possibilités, comme celui d'Hélène dans Les Vêpres siciliennes au Deutsche Oper de Berlin, ou celui de Leonora dans La forza del destino à l'Opéra de Lyon. Le rôle de Rosalinde n'a peut-être pas la même difficulté en termes strictement vocaux, en plus d'être fondamentalement opposé à ceux cités en termes dramatiques. Ici, Sabirova se consacre avec une générosité totale à l'interprétation d'un personnage que Herheim imagine comme vivant en permanence, ou feignant de recréer, le monde des passions débridées des icônes de l'opéra. Avec un enthousiasme contagieux, une franchise communicative, une énergie qui déjoue et annule toute résistance éventuelle, Sabirova n'est probablement pas la Rosalinde la plus raffinée, la plus subtile ou la plus sexy, mais elle ne prétend pas l’être non plus. Au contraire, elle s'intègre dans le mécanisme de la production comme l'une de ses images iconiques, d'une part la chanteuse à la retraite, épouse du riche Eisenstein, qui cherche un ténor-amant alpha pour divertir son ennui, et d'autre part la figure rappelée par Frosch / Franz Joseph de sa Sissi adorée, qui se superpose à son tour à la beauté hongroise inconnue qui fait irruption à la fête d'Orlofsky.

Leon Košavić (Falke), Thomas Blondelle (Eisenstein)

Enfin, Thomas Blondelle est Gabriel von Eisenstein. Jeune ténor belge qui s'est déjà distingué il y a quelques années en travaillant avec Herheim dans le rôle de Loge, et que nous avons pu admirer plus récemment dans des rôles tels que celui du baron Lummer dans Intermezzo (au Deutsche Oper Berlin) ou le rôle-titre de Siegfried, sous la direction de Kent Nagano à Lucerne. Avec une voix claire mais bien timbrée et projetée, un phrasé d'une mesure irréprochable et une articulation nette, l'Eisenstein de Blondelle est un exercice d'élégance, d'urbanité, de sang-froid, un peu à l'opposé de la création débridée et expressionniste de Georg Nigl à Munich. Cet Eisenstein est bien, comme le dit le livret, un honnête citoyen, ou du moins quelqu'un qui apparaît comme tel, et qui, sans ignorer à aucun moment les menaces qui l'entourent, décide de les affronter avec un mélange de courage et de résignation.

Celui qui oublie est-il heureux ?

La dernière image de ce spectacle correspond à Falke / Hitler, seul sur la scène vide et sombre : ni le manoir d'Eisenstein, ni la cour de la prison, ni même les loges élégantes du théâtre, mais l'espace froid, étrangement consistant et inaccessible, mais non moins réel, de nos pires cauchemars. Et Falke / Hitler murmure, nous murmure, d'une manière aussi répugnante que limpide, Glücklich ist, wer vergisst, tout en dirigeant son regard vers le vide. Oui, heureux celui qui oublie le passé, car il pourra trébucher à nouveau sur la même pierre. Car il pourra se livrer à nouveau, joyeusement, à l'autodestruction. Et une parenté, non moins évidente parce qu’inattendue, s'établit entre le théâtre / manoir / prison en ruines de Herheim, qui est la métaphore d'une Autriche-Hongrie qui est elle-même la métaphore de l'Europe ; et l'Europe / parc d'attractions en ruines que nous propose Frank Castorf dans son Hamlet, créé à Hambourg pratiquement en même temps que cette Die Fledermaus à Vienne. C'est ce que nous explique Guy Cherqui, notre Wanderer, et le fait qu'il s'agisse de ses propres mots n'est pas une raison suffisante pour ne pas les citer :

Et le quart du XXIe siècle que nous venons de vivre annonce des retours inquiétants, haines de l'autre, intolérances religieuses, totalitarismes, délitement démocratique. Le théâtre a forcément une fonction d’avertissement, ce que sait si bien dire Artaud dans Le théâtre et la peste et ce que dit Shakespeare dans son Hamlet, et ce que souligne Castorf des désarrois d’Hamlet devant un monde qui échappe et glisse dangereusement vers les gouffres. Castorf et Warlikowski, mais aussi Wajdi Mouawad dans leur théâtre ne cessent de le clamer, de le souligner, de le constater, en utilisant la littérature et l’art dont c’est d’ailleurs la fonction.

Oui, la tragédie d'une Europe qui « est heureuse parce qu'elle oublie » ; la crise des valeurs qui nous structurent et qui sont pourtant remises en question ou directement niées ici et là au service d'intérêts, à l'abri de peurs et dans la chaleur de mesquineries ; la fonction de dénonciation, d'avertissement et, en dernier ressort, d'antidote du rituel de communion théâtrale ; tout cela est présent ou du moins implicite dans cette Die Fledermaus anti-didactique mais non moins instructive.

Herheim, en plus de se revendiquer lui-même face à ceux qui, plus jeunes et plus beaux, ont pu le considérer comme en déclin, revendique (ce qui est plus important) la place centrale de Strauß en tant que témoin et narrateur des bouleversements de ce que Zweig appellera Le monde d'hier ; et revendique, en fin de compte, la nécessité de la mémoire, et avec elle, le rôle central des valeurs de notre Europe vétuste, malmenée et irrémédiable pour toute tentative de coexistence viable entre des êtres dignes d'être appelés humains. La tragédie de cette Autriche-Hongrie plurinationale, fragmentée et diversifiée, comme l'est aujourd'hui notre Europe, est peut-être notre propre tragédie.

 

 

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Antoine Lernez
Antoine Lernez aux lointaines origines hispaniques et très lié aux cultures latinoaméricaines, est juriste, spécialisé en droit international. Il parcourt donc le monde, et tel un autre Wanderer, il s’arrête quelquefois là où il y a un opéra, ce qui en fait un des meilleurs et des plus fins connaisseurs de l’art lyrique. Quelquefois, quand l’occasion fait le larron, il fait profiter Wanderersite.com de sa science par des articles fouillés.

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