Salzburgo, Felsenreitschule, sábado 6 de agosto de 2022, 15:00 horas

La expectación, es inútil subrayarlo, era grande ante el más singular, incluso a priori desconcertante, de los proyectos propuestos por lo que a la rúbrica ópera se refiere en la edición 2022 del Festival de Salzburgo. Por un lado, la presencia al frente de la empresa de dos personalidades como las de Teodor Currentzis y Romeo Castellucci, tan carismáticas como polarizantes. Por otro, la misma elección de las obras, un clásico de la modernidad como El castillo de Barbazul de Bartók, acompañado por una verdadera rareza, De temporum fine comoedia, del controvertido compositor Carl Orff, estrenada en el vecino Großes Festspielhaus por un cierto Herbert von Karajan en 1973, pero que desde entonces no ha hallado, ni a la orilla del Salzach ni allende ese feliz paraje, un camino hacia su instalación dentro del repertorio. Y el resultado de la propuesta es tan discutido y discutible como, en definitiva, fascinante.

Una de las notas que vienen caracterizando la programación operística del Festival de Salzburgo en la actual etapa, que se remonta a 2017, de dirección artística de Markus Hinterhäuser, es el carácter recurrente de la colaboración con determinados artistas, y ello tanto en la parcela escénica como en la de la dirección orquestal, e igualmente en la del canto. Ello es signo claro de una concepción del festival no como una sucesión de presencias más o menos deslumbrantes, a modo de pasarela o de banal ámbito de exhibición, sino como un proyecto a largo plazo, que más allá del mayor o menor éxito de esta o aquella producción cobra su sentido dentro de una perspectiva amplia, y permite tanto al público como a los propios artistas profundizar su relación con el repertorio, incluyendo aquella parte del mismo que pudiera ser más conocida.

En el caso de Romeo Castellucci, su producción de Salome (2018 y 2019) es sin lugar a dudas uno de los hitos recientes de la historia del festival ; en el de Teodor Currentzis, su presencia en los últimos años es una constante, al frente de su agrupación musicAeterna y de otros conjuntos, en la ópera y en la sala de conciertos, a partir de una Clemenza di Tito (2017) que forma parte también de la leyenda inmediata del festival. Uno y otro se habían ya encontrado para el Don Giovanni de la pasada edición 2021, una producción compleja, sumamente (¿excesivamente?) elaborada, que no alcanzó la unanimidad de los sufragios favorables, pero que quizá permitió a ambos artistas, exigentes con su propio desempeño y con aquello que reclaman del conjunto de un espectáculo, no obstante su común tendencia a recaer en la práctica de Narciso, descubrir que tenían ante sí un camino abierto para explorar de manera conjunta.

Aušrinè Stundytè (Judith)

Si se toma la decisión de presentar El castillo de Barbazul, la incógnita a despejar inmediatamente es la de la obra u obras que lo acompañarán en el programa, porque la composición de Bartók, pese a su riqueza y densidad, con su duración de aproximadamente sesenta minutos no cumple con las expectativas generalmente asentadas del público acerca del tiempo de esparcimiento que ha de recibir a cambio del dinero que cuesta su localidad. Las respuestas a esa incógnita son tantas como las ocasiones en que la obra se viene presentando[1]. Entre las más recientes, se recuerda el emparejamiento con La voix humaine de Poulenc (Salonen / Warlikowski, Palais Garnier, 2015) o con una filmación dramatizada del Concierto para orquesta del propio Bartók (Lyniv / Mitchell, Bayerische Staatsoper, 2020)[2]. Para la próxima temporada, la Opera di Roma anuncia Barbazul junto con Il tabarro (Mariotti / Erath, abril de 2023). En el propio Salzburgo, Barbazul se había ofrecido en versión escénica por vez primera en 1995 (siempre Mortier…), junto con Erwartung de Schönberg (Dohnányi / Wilson) y por segunda y última ocasión en 2008, precedido por las Cuatro piezas, op. 12 y por la Cantata profana, Sz. 94, todas ellas obras de Bartók (Eötvös / Simons). Las soluciones más habituales (y exitosas), por tanto, pasan por establecer una relación de proximidad estética, ya desde el punto de vista musical, ya desde el de la dramaturgia, ya combinando uno y otro. Y es que la música escrita por Bartók para su ópera, firmemente instalada en el siglo veinte pero perteneciente a una época juvenil de su producción (escrita en 1911, estrenada en 1918), facilita bien el establecer un puente, dentro de una misma velada, hacia los estilos compositivos que pasarían a desarrollarse en las décadas sucesivas. Al igual que la trama de su obra invita a establecer un paralelismo más o menos evidente con las historias de otras mujeres en búsqueda de la verdad sobre el mundo y sobre sí mismas.

Pero existe también otra forma de resolver la cuestión del emparejamiento de una obra como Barbazul, que es la que quizá ha escogido en esta ocasión Markus Hinterhäuser, y es la aplicación del principio de contraste. Contraste en la estructura dramática y en el lenguaje musical. En efecto, frente a la historia íntima de la pareja formada por Judith y Barbazul, la historia de toda la humanidad enfrentada a su juicio final ; frente a una historia de secretos y de lo no dicho, el acto de revelación y publicación universal de todas las culpas. A su vez, desde el punto de vista de la estética musical, frente a uno de los máximos protagonistas del modernismo y de la transformación del arte de la música en el siglo veinte como es Bela Bartók, hallamos un nombre como el de Carl Orff, representante de un cierto neoclasicismo, por completo ajeno (si no opuesto) a las vanguardias de su tiempo ; de manera que en el curso de una sola velada se yuxtaponen dos maneras poco menos que antitéticas de concebir la composición musical. Un Bartók de juventud, que trata de abrirse paso con su primera ópera (también será la última) y un Orff de madurez, que escribe su última obra para la escena[3].

Y sin embargo, hay un aspecto que permite establecer un parentesco entre las dos obras : su índole de dramas rituales, en los confines entre la ópera y el oratorio, entre lo profano y lo sacro. Si esta naturaleza dual es evidente en el caso de la obra de Orff, en el de Bartók parece imposible ignorar la meticulosa índole ceremonial del proceso de apertura de cada una de las puertas que ocupa la práctica totalidad de la obra ; proceso que, como el del Dies irae, y pese a la brillantez sonora con que Bartók describe el contenido de cada una de las cámaras del castillo, consiste evidentemente en una no-acción o en una acción interior, del mismo modo que la acción (Handlung) que sucede en Tristan und Isolde es una no-acción o una acción en el interior de los espíritus (acaso es por ello legítima la sospecha de que los protagonistas han recorrido ya una y mil veces todas las puertas antes del inicio de la ópera); y proceso cuyo objetivo es como en el juicio del fin de los tiempos la revelación, en este caso de los sucesivos estratos del alma del protagonista. Quizá no de modo completamente casual, el término revelación procede del griego apokálypsis, y el libro del Apocalipsis de San Juan es también llamado el de la Revelación.

Enfrentado al reto de hacer visibles o cuando menos perceptibles los vínculos profundos entre las dos obras del programa, o si se quiere de otorgar un sentido de unidad o de coherencia al conjunto del espectáculo, Castellucci nos explica, en el vídeo de presentación difundido por el festival, que se podría decir que el juicio final está dirigido contra Judith, como si Judith hubiera cometido un crimen, un crimen materno, un crimen que solo una madre puede conocer. Y así, en el imponente marco ritual de la Felsenreitschule, en medio de la más absoluta e impresionante oscuridad, la sesión se inicia con los sonidos del llanto de un bebé, como si se nos quisiera mostrar en toda su amplitud el arco de la existencia no solo individual sino colectiva, el inicio de la vida y el fin de los tiempos. Poco después, el llanto de una mujer y la imagen de una pareja (Judith y Barbazul) con un bebé inerte entre sus brazos nos sugerirán, no solo cuán cercano al fin puede hallarse aquel principio, sino cuál pudiera haber sido ese innombrable crimen de una madre. Pero ese hilo narrativo no se desarrollará en detalle, podrá incluso pasar relativamente desapercibido para el espectador : Castellucci no está interesado en articular de manera explícita una dramaturgia paralela al libreto de Béla Balázs, sino que más bien, a la manera de la propia partitura, invita a nuestra imaginación a ocupar los ámbitos de penumbra, a decidir en cierto modo si y hasta qué punto quiere percibir y asimilar los signos que irán apareciendo sobre el escenario.

Mika Kares (Barbazul) Aušrinè Stundytè (Judith)

Lo que el espectador no podrá elegir ni evitar, es el sometimiento a la tensión extraordinaria que genera ese inicio en el silencio y en un estado de negrura primigenio, casi terrorífico, en el que la irrupción del texto recitado con una extraña ampulosidad genera algún desconcierto, quizá un buscado efecto de distanciamiento. Sobre esas palabras, la entrada en pianissimo de la cuerda grave, sobrecogedora, es definitivamente el inicio de un viaje que mantendrá al espectador en vilo hasta el mismo final de la obra, subyugado por la manera en que Castellucci, que hace desaparecer por completo las características galerías excavadas en la roca[1], y consigue generar así un escenario a la vez más abrumador, más abstracto y más oprimente que el original, va administrando la revelación de los espacios del escenario como espacios del interior del alma del o de los protagonistas, por el simple impacto físico de una oscuridad reinante que hace que cobre un sentido inesperadamente intenso la pregunta de Judith acerca de si en el castillo nunca entra la luz del día. La aparición del agua y del fuego, más adelante, sugerirá hasta qué punto nos hallamos en el ámbito de las fuerzas primigenias, acaso en el mismo interior del seno materno. Cuando menos, en un espacio mental en el que esos fuegos que van iluminando parcialmente rincones de la escena actuarían como el equivalente de faros que alertaran de la presencia de espacios de tierra firme.

Aušrinè Stundytè (Judith) Mika Kares (Barbazul)

Y cuando, tras la apertura de la séptima puerta, se dibujan sobre el reflejo del agua las letras de la palabra ICH, Yo, tenemos otro signo claramente (¿innecesariamente?) visible acerca del proceso no visible de desnudamiento del interior de los protagonistas, al que estamos asistiendo.

Esa final presencia explícita del Yo como entidad trabajosamente revelada a través de una sucesión de preguntas y respuestas, al ponerse en relación con el hecho traumático que parece haber sucedido en la prehistoria de los personajes, nos pone sobre la pista de la índole psicoanalítica de los

acontecimientos que se desarrollan ante nuestros ojos[1]. Después de todo La interpretación de los sueños, publicada en 1899, precede en solo algo más de una década a la composición de Bartók, de manera que esta Judith bien pudiera ser una de las sofisticadas pacientes del gabinete del Dr. Freud, que busca la curación para el trauma psicológico que arrastra de su pasado a través de la exploración de su inconsciente. Quizá es también por ello que la atención se centra teatralmente en el personaje femenino : es ella quien, activa, quiere descubrir (en Balázs y en Castellucci) qué es lo que hay detrás de las puertas, quien con esos descubrimientos va transformándose, contorsionándose (el cuerpo es así expresión de la agitación existente en el interior del personaje); y no el inamovible, pasivo Dr. Barbazul, que como buen psicoanalista se limita a ir formulando desde la calma y la atención las preguntas correctas, y de ese modo a ir entregando las llaves que permitirán abrir las puertas de un castillo (de un ámbito interior) que en esta ocasión es mucho más de Judith que de Barbazul.

Del mismo modo paulatino, progresivo y misterioso en que Castellucci gestiona la oscuridad, Currentzis administra la luz : todo el arte de este Barbazul reside en la manera en que regisseur y maestro retienen y liberan las tremendas tensiones que la obra encierra. Y el arte siempre extremado de Currentzis, siempre sobre el borde del precipicio, calificado hace ya tiempo por la crítica centroeruropea no sin finura como un prototípico artista de la exageración o de lo hiperbólico (Übertreibungskünstler), se presta bien a este género de ejercicio. Igual que el de Castellucci, otro artista de la hipérbole, o más bien, otro explorador de los límites. Tanto la minuciosidad extrema en la realización de cada una de las escenas y de las frases que confiere un nuevo sentido y profundidad a la palabra micromanagement, como la exacerbación de los contrastes de dinámica, de color, de expresión, son señas elocuentes de una interpretación en la que se percibe al maestro implicado hasta el tuétano, impelido por una urgencia comunicativa rara. Como si también él, oscuramente, estuviera participando del apocalíptico ritual de enjuiciamiento y revelación que se lleva a cabo sobre el escenario, y que por motivos no estrictamente artísticos algunos parecen sentirse en la prerrogativa de oficiar fuera de él, desde sus confortables púlpitos. Naturalmente, quienes prefieran su Bartók servido de una manera más natural, más clásica, más proporcionada, o sencillamente más directa, podrán deplorar con razón esa sistemática voluntad del maestro de exprimir más allá de los límites sospechables los contornos de la (de las) partitura(s). Quizá sea esta la razón por la que sus interpretaciones rara vez generan una reacción de indiferencia : Currentzis, en las antípodas de la tradicional noción del Kapellmeister, que busca servir humildemente la partitura y devenir una presencia transparente entre compositor y oyente, asume de una manera (¿demasiado?) gozosa y abierta su papel como re-creador de la música, y eso implica de una manera inmediata el riesgo de la arbitrariedad, incluso puede derivar en el pecado del orgullo.

Pero mientras llega (y que lo realice quien pueda arrojar la primera piedra) el juicio final hacia las posibles culpas del maestro, las artísticas y las otras, valdrá mejor limitarse a registrar la crónica de sus buenas obras, y este Barbazul se inclina decididamente por el camino de ellas, del mismo modo que el deslumbrante Tito de 2017 antes evocado. Pocas veces habrá llegado a escucharse esta partitura revestida de semejante grado de tensión, animada por un fuego interior tan poderoso, como si cada segundo de la música tuviera un peso equivalente a sesenta mil segundos, del mismo modo que esas moléculas que encierran un peso descomunal dentro de un ámbito subatómico. Telúrico, obsesionante y obsesionado, este Barbazul se despliega a través de una paleta sonora llamativamente, y por tanto hay que entender buscadamente, mate (formidable y entregadísima Gustav Mahler Jugendorchester, que para la ocasión debutaba en el festival como orquesta de foso), por completo diversa de la lujuriante sensación de fulgor Jugendstil que en 2008 (las sensaciones fuertes permiten conservar la frescura de los recuerdos) desataba en la gran sala de los festivales la Wiener Philharmoniker, y perfectamente en armonía con la oscuridad prevalente que comunica la escena. Ese mismo juego de contrastes que Castellucci va desarrollando entre lo escondido y lo revelado, entre la tiniebla y la luz cegadora, entre lo aparente y lo trascendente, Currentzis lo hace presente en sonidos mediante la misma capacidad de multiplicar los efectos que en otras circuntancias podría ser valorada como un vicio, mediante la misma búsqueda de la suprema incandescencia de cada uno de los instantes que en otras partituras (v.gr., el fallido Idomeneo de 2019) podría ocasionar más o menos rápidamente el cansancio del oyente, pero a la que acaso Barbazul, dada su extrema concentración, sí se presta.

Los dos solistas vocales son peones de una batalla que se libra a través de ellos.

Aušrinè Stundytè (Judith)

Stundyte, enfrentada a un rol que habitualmente se encomienda a voces de tesitura más grave que la suya, oficia con la autoridad y los instrumentos reglamentarios de su rango de suprema cantante-actriz, en una interpretación en la que como es norma en ella resulta imposible discernir el aspecto vocal del actoral, porque la declamación del texto es función misma de su interpretación teatral. Entregada con toda su expresividad corporal a hacer real el papel de madre culpable que Castellucci concibe, de manera que nos permite comprender como las puertas que se van abriendo son las de su propio castillo tanto o más que las de Barbazul, mediante la interiorización con que interpreta su parte, en los confines a veces del balbuceo, de un monólogo que es diálogo con sus propios fantasmas, con un Yo difractado si no roto, antes que con el lejano Barbazul. La Judith de Stundyte es una mujer convulsionada, desesperada, electrificada, pariente próxima de sus Katerina de Lady Macbeth, Renata de El ángel de fuego o de la recientísima (y extraordinaria) Jeanne de Die Teufel von Loudun, con las que comparte el vocabulario y la gramática, o si se quisiera ser malicioso, los trucos. No obstante, es quizá Kares quien suscita una impresión más intensa. Cantante con cierta tendencia a lo monolítico, a proponer como si se tratara de un hecho la presencia puramente física de su instrumento, hoy halla un personaje a la medida de esa personalidad, o una concepción del rol que se acomoda bien a la misma. La vasta nave de la Felsenreitschule se convierte en el espacio en el que puede hacer resonar de manera impresionante una voz oscura pero aterciopelada, tanto más imponente cuanto que ese sonido resulta más hermético, más misterioso, más pasivo. Como si hubiera alguna premisa fundamental que hiciera a este Barbazul-Kares incapaz de establecer cualquier cosa parecida a la comunicación humana, y por tanto especialmente apto para la historia de dos soledades atrapadas en un campo magnético, que es su historia con Judith.

Al término de este racconto de un viaje sin salida, el espectador queda extenuado, intelectual y emocionalmente. Pero todavía, tras una pausa de dimensiones bayreuthianas, debida a la complejidad extrema que conlleva el cambio del dispositivo escénico e instrumental, ha de enfrentarse al segundo racconto de la sesión, el de la escatología orffiana.

De temporum fine comoedia

La primera sensación que se impone de una manera inmediata es la del abismo que media entre la partitura de Bartók y la de Orff : después de una hora de música de semejante intensidad y concentración, Orff tiene difícil no ya ganar la partida, sino mantener la atención, incluso la complicidad del espectador. Por razones musicales, pues frente a la sutileza de la partitura de Bartók, el estilo de Orff tiene algo de primitivismo o de elementalidad no especialmente atractiva, con el recurso a células repetitivas, a la declamación vocal (en griego antiguo, latín y alemán), un empleo masivo de los instrumentos de percusión y (salvo los contrabajos) una ausencia, hasta los compases finales, de los de cuerda. Y por razones dramáticas, porque frente a la clara estructura de la composición bartokiana y sus dos monumentales personajes, la de Orff es una obra coral, que carece de un o de unos protagonistas claramente definidos, cuya peripecia pueda seguir con una relativa facilidad, y posibilidad de identificación, el espectador.

Las Sibilas

Sin embargo, De temporum fine comoedia se articula en tres partes fácilmente discernibles, a modo de tesis, antítesis y síntesis. La primera es el canto de las nueve Sibilas, que anuncian implacables (cabría apuntar, con una mal disimulada satisfacción) el terrorífico e inminente fin del mundo. La segunda es la respuesta de los Anacoretas (contraposición entre el principio femenino y el masculino), que desde su confortable retiro en el desierto se apartan del tono alarmista del precedente grupo de "viejas canosas" y anuncian que, como ya expuso Orígenes de Alejandría, el final de los tiempos vendrá acompañado por la extinción o abolición del mal. La tercera, Dies illa, es efectivamente el día del apocalipsis. Se asiste al espectáculo de una humanidad aterrorizada, desorientada, que clama a la divinidad sin hallar respuesta. Pero all's well that ends well : en el tramo conclusivo, aparece Lucifer, proclama humildemente su culpa, desde luego en el latín Pater peccavi, y se produce la reconciliación o si se quiere la integración entre los elementos del mal y los del bien. En esta producción salzburguesa, coquetería de regisseur, es el momento en que irrumpen como de la nada Judith y Barbazul, quienes contra todo pronóstico también habrían alcanzado la liberación. Solamente se echa de menos a Gianni Schicchi dirigiéndose al público y diciendo con una sonrisa cómplice su frase postrera concedetemi voi… l'attenuante.

Todo ello, presentado con la máxima y más imperturbable de las seriedades, no es, como puede quizá deducirse, el material más ligero y burbujeante, tampoco el más adecuado para enfrentar a una lenta digestión, ni tan siquiera a una calurosa tarde de agosto.

De temporum fine comoedia

Pero aun con todas sus debilidades, la composición merece una oportunidad, o cuando menos merece, ya que de infiernos y purgatorios se trata, ganar la atenuante ; sobre todo cuando como en este caso es interpretada con semejante convicción, entusiasmo y concentración, por una orquesta de formidables virtuosismo y vitalidad, cuyas dimensiones hacen que haya de ocupar la galería situada en el lateral derecho del escenario (lo que redunda en espectaculares efectos sonoros), por unos coros de admirables potencia y precisión rítmica, y por un Currentzis que se mantiene en estado de trance, y que (una vez más) se ocupa de extraer el máximo partido expresivo posible a cada uno de los compases, lo que en este caso no es en absoluto una mala cosa. Si la escena inicial de las Sibilas sorprende por el carácter cortante de los ritmos y por lo gélido, acerado de las sonoridades, son seguramente los pasajes cataclísmicos del Dies illa los que generan un mayor impacto, por la intensidad, casi la violencia sonora que llega a alcanzarse, en combinación los instrumentistas y los integrantes de los varios coros desplegados para la ocasión ((Nota)).

Y es que la obra, a fin de cuentas, posee una monumentalidad que hace que resulte perfectamente adecuada a las maneras tanto del director musical como del escénico : ópera-oratorio, con una acción básicamente ritual, sobre un tema sacro, que se aparta de las temáticas y de las formas tradicionales, una suerte de celebración sagrada en música, Bühnenweihfestspiel si Wagner no hubiera monopolizado el término. Un ámbito en el que Castellucci puede desplegar la magia de su imaginería simbólica, sin que se advierta la tentación de adentrarse en el estanque de la autoreferencialidad que ha lastrado alguno de sus últimos trabajos, contentándose en su lugar con recrear mediante imágenes de sugestiva belleza y depurado esteticismo los sucesivos cuadros, imágenes que poseen además la virtud de hacer (en la medida en que ello sea posible) fácilmente legible el curso dramático de una obra a la que seguramente no es necesario añadir estrato alguno adicional de significación.

El juicio final, en esta ocasión el del público, es claro. Si la experiencia provocada por la ópera de Bartók nos ha elevado al paraíso, la segunda parte de la sesión (que algunos anacoretas y sibilas fueron abandonando de una manera tan discreta como inapelable) deberá permanecer por el momento en el purgatorio.

[1]   En la entrevista contenida en el programa de mano, Castellucci explica que la escena acústica inicial del llanto de un bebé y subsiguientes sollozos de una mujer pretende anclar la historia en el contexto del trauma originado por una pérdida ; y seguidamente, evoca la teoría de David Foster Williams, según la cual tras el inexplicable y excesivo amor de las madres por sus hijos, se escondería un crimen original, un dolor subyacente, en relación con el cual, ese afecto amoroso operaría como un mecanismo de compensación.

[1]   La intervención sobre el espacio es así más radical que en la precedente Salome, pues en este caso no se limita Castellucci a cegar las galerías, sino que, cubriéndolas por completo, elimina la posibilidad de que el espectador perciba el espacio situado detrás de los personajes, y suprime así toda referencia a lo exterior, o si se quiere, a la civilización.

 

 

[1]   En su estreno en la Ópera de Budapest, El castillo de Barbazul se ofreció junto una obra escénica posterior del propio Bartók, el ballet El príncipe de madera. Pero de manera similar a lo que sucede en el caso de Tchaikovsky con Iolanta y Cascanueces, aun cuando esa fórmula resulte una suerte de evidencia desde un punto de vista artístico, lo cierto es que no se ha generalizado en la posterior praxis interpretativa, quizá por la importancia de los medios cuya movilización implica, quizá porque el público de la ópera y el del ballet se consideren como segmentos separados.

[2]   Más singular aún, la propuesta de la Opéra de Lyon en 2021, cuya reposición se anuncia para la primavera de 2023, consistente en ofrecer la obra en dos ocasiones consecutivas en la misma sesión, con un mismo director musical pero con dos presentaciones teatrales diversas, y dos repartos.

[3]   Se ofrece, en esta ocasión, conforme a la última revisión de la partitura debida al compositor, que data de 1981, año anterior a su fallecimiento.

Béla Bartók (1881–1945)
A kékszakállú herceg vára
(Le Château de Barbe-Bleue) (1918)
Opéra en un acte
Livret de Béla Balász d'après le conte de Charles Perrault
Créé le 24 mai 1918 à l'Opéra de Budapest

Carl Orff (1895–1982)
De temporum fine comoedia
(1973)
Das Spiel vom Ende der Zeiten — Vigilia (version finale 1981) 
Livret de Carl Orff d'après textes extraits des Oracles sybillins et des Hymnes Orphiques
Création au Festival de Salzbourg, Grosses Festspielhaus, le 20 août 1973
Textes en grec ancien, latin et allemand

Direction musicale : Teodor Currentzis
Mise en scène, décors, costumes, lumières : Romeo Castellucci
Chroégraphie : Cindy Van Acker
Dramaturgie : Piersandra Di Matteo
Co-conception costumes : Theresa Wilson
Collaboration mise en scène : Maxi Menja Lehmann
Collaboration décors : Alessio Valmori
Collaboration lumières : Marco Giusti

musicAeterna Choir
Chef des chœurs : Vitaly Polonsky
Bachchor Salzburg
Chef des chœurs : Benjamin Hartmann
Salzburger Festspiele und Theater Kinderchor

Chef des chœurs : Wolfgang Götz
Gustav Mahler Jugendorchester

A kékszakállú herceg vára (1918)

Mika Kares : Barbe Bleue
Aušrinè Stundytè : Judith
Christian Reiner : Prologue

De temporum fine comoedia (1973/1981)

Les Sybilles : Nadezhda Pavlova, Elizaveta Shveshnikova, Frances Pappas, Elene Gvritishvili, Eleni Lydia Stamellou, Elena Gurchenko, Taxiarchoula Kanati, Irini Tsirakidis, Helena Rasker
Christian Reiner (Lucifer)
Aušrinè Stundytè (alto solo)
Sergei Godin ( ténor solo)

 

Salzburg, Felsenreitschule, Samedi 6 août 2022, 15h

L'attente, inutile de le dire, était grande face au plus singulier, voire a priori le plus déconcertant, des projets proposés sous la rubrique opéra pour l'édition 2022 du Festival de Salzbourg. D'une part, la présence à la tête de l'entreprise de deux personnalités telles que Teodor Currentzis et Romeo Castellucci, aussi charismatiques que clivantes. D'autre part, le choix même des œuvres, un classique moderne comme Le Château de Barbe-Bleue de Bartók, accompagné d'une véritable rareté, De temporum fine comoedia, du compositeur controversé Carl Orff, créé dans le Großes Festspielhaus voisin par un certain Herbert von Karajan en 1973, mais qui depuis n'a pas trouvé, ni sur les rives de la Salzach ni au-delà de ce lieu heureux, de voie vers son installation au répertoire. Et le résultat de cette proposition est aussi controversé et discutable qu'il est finalement fascinant.

 

L'une des caractéristiques du programme d'opéra du Festival de Salzbourg dans sa phase actuelle, qui remonte à 2017, sous la direction artistique de Markus Hinterhäuser, est le caractère récurrent de la collaboration avec certains artistes, tant sur la scène et la direction d'orchestre que pour le chant. Il s'agit là d'un signe clair d'une conception du festival non pas comme succession d'apparitions plus ou moins éclatantes, comme une passerelle de défilé de mode ou un espace d'exposition banal, mais comme un projet à long terme qui, au-delà du succès plus ou moins grand de telle ou telle production, fait sens dans une perspective plus large, et permet au public comme aux artistes eux-mêmes d'approfondir leur relation avec le répertoire, y compris celui qui est un peu moins connu.

Dans le cas de Romeo Castellucci, sa production de Salomé (2018 et 2019) est sans aucun doute l'un des repères récents de l'histoire du festival ; dans celui de Teodor Currentzis, sa présence ces dernières années a été une constante, à la tête de son ensemble musicAeterna ou d'autres ensembles, à l'opéra et en concert, à commencer par une Clemenza di Tito (2017, prod. Peter Sellars) qui fait également partie de la légende la plus récente du festival. L'un et l'autre s'étaient déjà rencontrés pour le Don Giovanni de la dernière édition 2021, une production complexe, extrêmement (excessivement ?) élaborée, qui n'a pas fait l'unanimité, mais qui a peut-être permis aux deux artistes, exigeants envers leur propre performance et envers ce qu'ils demandent à l'ensemble d'un spectacle, malgré leur tendance commune à se complaire dans le narcissisme, de découvrir qu'ils avaient devant eux une voie possible à explorer ensemble.

Aušrinè Stundytè (Judith)


Le Château de Barbe Bleue

Si l’on décide de présenter Le Château de Barbe Bleue, la question à laquelle il faut répondre immédiatement est celle de l'œuvre ou des œuvres qui l'accompagneront dans le programme, car la composition de Bartók, malgré sa richesse et sa densité, d’une durée d'environ soixante minutes, ne répond pas aux attentes générales du public quant au temps de spectacle qu'il doit recevoir au poids de l'argent qu'il coûte pour une place. Les réponses à cette question sont aussi nombreuses que le nombre de fois où la pièce a été jouée ((Lors de sa première à l'Opéra de Budapest, Le Château de Barbe Bleue a été proposé en même temps qu'une œuvre scénique ultérieure de Bartók lui-même, le ballet Le Prince de bois. Mais comme pour Iolanta et Casse-Noisette de Tchaïkovski, même si cette formule est une sorte d'évidence d'un point de vue artistique, elle n'a pas été généralisée dans la pratique ultérieure des théâtres, peut-être en raison de l'importance des moyens qui doivent être mobilisés, peut-être aussi parce que le public d’opéra et celui du ballet sont considérés comme distincts.)). Parmi les plus récents, on se souvient du jumelage avec La voix humaine de Poulenc (Salonen / Warlikowski, Palais Garnier, 2015) ou avec un film dramatisé du Concerto pour orchestre de Bartók (Lyniv / Mitchell, Bayerische Staatsoper, 2020). Pour la prochaine saison, l'Opera di Roma annonce Barbe Bleue en même temps que Il Tabarro (Mariotti / Erath, avril 2023), la proposition la plus originale (sur une idée de Serge Dorny) venant de l’Opéra de Lyon, présentant deux fois l’opéra dans deux visions possibles du même metteur en scène (Prod. Andriy Zholdak, Dir. Titus Engel) reprise en mars 2023 de la production de 2021.
À Salzbourg même, Barbe-Bleue avait été proposé en version scénique pour la première fois en 1995 (Mortier, évidemment…), en même temps que Erwartung de Schönberg (Dohnányi / Wilson) et pour la deuxième et dernière fois en 2008, précédé des Quatre Pièces, op. 12 et de la Cantata profana, Sz. 94, toutes œuvres de Bartók (Eötvös / Simons).
Les solutions les plus courantes (et les plus efficaces) consistent donc à établir une relation de proximité esthétique, soit du point de vue musical, soit du point de vue de la dramaturgie, soit en combinant l'un et l'autre. Et la musique écrite par Bartók pour son opéra, solidement ancrée dans le vingtième siècle mais appartenant à une période de jeunesse de sa production (écrite en 1911, créée en 1918), permet d'établir facilement un pont, au cours de la même soirée, vers les styles qui se développeront dans les décennies suivantes. Tout comme la trame de son œuvre nous invite à établir un parallèle plus ou moins évident avec les histoires d'autres femmes en quête de vérité sur le monde et sur elles-mêmes.

Mais il existe aussi une autre façon de résoudre la question de l'appariement d'une œuvre comme Barbe-Bleue, qui est peut-être celle que Markus Hinterhäuser a choisie à cette occasion : c'est l'application du principe de contraste. Contraste dans la structure dramatique et le langage musical. En effet, face à l'histoire intime du couple Judith et Barbe-Bleue, celle de l'histoire de l'humanité entière devant son jugement final ; face à une histoire faites de secrets et de non-dits, la révélation et la publication universelle de toutes nos fautes. Contraste aussi du point de vue de l'esthétique musicale : face à l'un des plus grands protagonistes du modernisme et des mutations de la musique au XXe siècle, Béla Bartók, nous trouvons un Carl Orff, représentant d'un certain néoclassicisme, complètement étranger (sinon opposé) à l'avant-garde de son temps ; de sorte qu'au cours d'une seule soirée se juxtaposent deux manières rien moins qu'antithétiques de concevoir la composition musicale. Un Bartók de la jeunesse, qui tente de percer avec son premier opéra (ce sera aussi son dernier) et un Orff de la maturité, qui écrit sa dernière œuvre pour la scène ((Elle est proposée cette année dans la dernière révision de la partition par le compositeur, qui remonte à 1981, une année avant sa mort.))

Et pourtant, il y a un aspect qui permet d'établir une parenté entre les deux œuvres : c’est leur nature de drames rituels, à la frontière entre l'opéra et l'oratorio, entre le profane et le sacré. Si cette double nature est évidente dans le cas de l'œuvre de Orff, dans celle de Bartók, il semble impossible d'ignorer le caractère méticuleusement cérémoniel du processus d'ouverture de chacune des portes qui occupe la quasi-totalité de l'œuvre ; un processus qui, comme celui du Dies irae, et malgré l'éclat sonore avec lequel Bartók décrit le contenu de chacune des chambres du château, consiste évidemment en une non-action ou une action intérieure, tout comme l'action (Handlung) qui a lieu dans Tristan und Isolde est une non-action ou une action à l'intérieur des esprits (c'est peut-être pourquoi le soupçon que les protagonistes ont déjà franchi mille fois toutes les portes avant que l'opéra ne commence est légitime) ; et c’est un processus dont le but, comme dans le Jugement Dernier, est la révélation, dans ce cas des couches successives de l'âme du protagoniste.
Ce n'est peut-être pas tout à fait un hasard si le terme révélation vient du grec Ἀποκάλυψις (Apokálypsis), et si le livre de l'Apocalypse de Saint Jean est également appelé le livre de la Révélation.

 

La mise en scène

Face au défi de rendre visibles, ou du moins perceptibles, les liens profonds entre les deux œuvres du programme, ou, si l'on veut, de donner unité ou cohérence à l'ensemble du spectacle, Castellucci explique, dans la vidéo de présentation publiée par le festival, que l'on pourrait dire que le jugement final est dirigé contre Judith, comme si Judith avait commis un crime, un crime maternel, un crime que seule une mère peut connaître.
Ainsi, dans l'imposant cadre rituel de la Felsenreitschule, au milieu de l'obscurité la plus absolue et la plus impressionnante, la représentation s'ouvre sur le cri d'un bébé, comme pour nous montrer toute l'étendue de l'arc de l'existence non seulement individuelle mais collective, le début de la vie et la fin des temps. Peu après, le cri d'une femme et l'image d'un couple (Judith et Barbe Bleue) avec un bébé inerte dans les bras nous suggèrent non seulement à quel point ce début est proche de la fin, mais aussi ce qu'a pu être ce crime inqualifiable d'une mère. Mais ce fil narratif n'est pas développé en détail, il peut même passer relativement inaperçu pour le spectateur : Castellucci ne cherche pas à articuler explicitement une dramaturgie parallèle au livret de Béla Balázs, mais invite plutôt, à la manière de la partition elle-même, notre imagination à occuper les zones d'ombre, à décider dans une certaine mesure si et dans quelle mesure elle veut percevoir et assimiler les signes qui apparaîtront sur scène.

Mika Kares (Barbe-Bleue) Aušrinè Stundytè (Judith)

Ce que le spectateur ne peut ni choisir ni éviter, c'est la soumission à l'extraordinaire tension générée par ce début dans le silence et dans un état de noirceur primordial, presque terrifiant, dans lequel l'irruption du texte récité avec une étrange pompe génère un certain désarroi, peut-être un effet de distanciation recherché. En plus de ces mots, l'entrée en pianissimo de la corde grave et accablante est définitivement le début d'un parcours qui tiendra le spectateur en haleine jusqu'à la toute fin de l'œuvre, subjugué par la manière dont Castellucci, qui fait disparaître complètement les galeries caractéristiques creusées dans la roche ((L'intervention sur l'espace est donc plus radicale que dans sa Salomé précédente, car dans ce cas Castellucci ne se limite pas à aveugler les galeries, mais, en les recouvrant complètement, il élimine la possibilité pour le spectateur de percevoir l'espace derrière les personnages, et élimine ainsi toute référence à l'extérieur, ou, si l'on veut, à la civilisation.)), parvient ainsi à générer un scénario à la fois plus écrasant, plus abstrait et plus oppressant que l'original, et à faire de l'espace scénique le reflet des espaces intérieurs de l'âme du ou des protagonistes, par le simple impact physique d'une obscurité ambiante qui donne un sens d'une intensité inattendue à la question de Judith qui se demande si la lumière du jour n'entre jamais dans le château. L'apparition de l'eau et du feu, plus tard, suggérera à quel point nous sommes dans le domaine des forces primitives, peut-être à l'intérieur même du ventre de la mère. À tout le moins, dans un espace mental où ces feux qui illuminent partiellement les coins de la scène agiraient comme l'équivalent de phares nous alertant de la présence d'un sol solide.

Aušrinè Stundytè (Judith) Mika Kares (Barbe Bleue)

Et lorsque, après l'ouverture de la septième porte, les lettres du mot ICH, I, sont dessinées sur le reflet de l'eau, nous avons un autre signe clairement (inutilement ?) visible du processus non visible de dépouillement du moi intérieur des protagonistes auquel nous assistons.

Cette présence explicite finale du Moi en tant qu'entité laborieusement révélée par une succession de questions et de réponses, mise en relation avec l'événement traumatique qui semble s'être produit dans la préhistoire des personnages, nous met sur la piste de la nature psychanalytique des événements qui se déroulent sous nos yeux. ((Dans l'interview contenue dans le programme de salle, Castellucci explique que la scène acoustique initiale d'un bébé qui pleure et les sanglots ultérieurs d'une femme ont pour but d'ancrer l'histoire dans le contexte du traumatisme causé par une perte ; il évoque ensuite la théorie de David Foster Williams, selon laquelle derrière l'amour inexplicable et excessif des mères pour leurs enfants, il y a un crime originel, une douleur sous-jacente, par rapport à laquelle cette affection amoureuse opère comme un mécanisme compensatoire.)) Après tout, L'interprétation des rêves, de Sigmund Freud, publié en 1899, précède d'un peu plus d'une décennie la composition de Bartók, de sorte que cette Judith pourrait bien être l'une des patientes sophistiquées du cabinet du docteur Freud, cherchant un remède aux traumatismes psychologiques qu'elle porte de son passé par l'exploration de son inconscient.
C'est peut-être aussi pour cette raison que l'accent théâtral est mis sur le personnage féminin : c'est elle qui, active, veut découvrir (chez Balázs et Castellucci) ce qui se cache derrière les portes, qui, avec ces découvertes, se transforme, se contorsionne (le corps est ainsi l'expression du trouble à l'intérieur du personnage) ; et non le Dr. Barbe Bleue, immobile et passif, en bon Dr. Barbe Bleue, qui, comme un bon psychanalyste, se limite à poser calmement et attentivement les bonnes questions, et à remettre ainsi les clés qui ouvriront les portes d'un château (d'un royaume intérieur) qui, à cette occasion, appartient beaucoup plus à Judith qu'à Barbe Bleue.

La direction musicale 

De la même manière graduelle, progressive et mystérieuse que Castellucci gère les ténèbres, Currentzis gère la lumière : tout l'art de ce Barbe Bleue réside dans la manière dont metteur en scène et chef retiennent et libèrent les formidables tensions que l'œuvre contient. Et l'art toujours extrême de Currentzis, toujours au bord du précipice, décrit il y a quelque temps par des critiques d'Europe centrale non sans finesse comme un artiste prototypique de l'exagération ou de l'hyperbole (Übertreibungskünstler), se prête bien à ce genre d'exercice. Tout comme Castellucci, un autre artiste de l'hyperbole, ou plutôt, un autre explorateur des limites. Tant l'extrême méticulosité dans la réalisation de chaque scène et de chaque phrase, qui donne un nouveau sens et une nouvelle profondeur au mot microgestion, que l'exacerbation des contrastes de dynamique, de couleur et d'expression, sont des signes éloquents d'une interprétation dans laquelle on perçoit le chef impliqué jusqu'à la moelle, poussé par une rare urgence communicative. Comme si lui aussi, obscurément, participait au rituel apocalyptique de jugement et de révélation qui se déroule sur scène et que, pour des raisons qui ne sont pas d'ordre strictement artistique, certains semblent se sentir autorisés à juger hors scène, depuis leur confortable chaire.
Naturellement, ceux qui préfèrent leur Bartók servi d'une manière plus naturelle, plus classique, plus proportionnée ou simplement plus directe, peuvent à juste titre déplorer la volonté systématique de Currentzis de comprimer les contours de la ou des partitions au-delà de limites suspectes. C'est peut-être la raison pour laquelle ses interprétations suscitent rarement l’indifférence : Currentzis, aux antipodes de la notion traditionnelle de Kapellmeister, qui cherche à servir humblement la partition et à devenir une présence transparente entre le compositeur et l'auditeur, assume de manière (trop ?) joyeuse et ouverte son rôle de re-créateur de la musique, ce qui implique immédiatement le risque de l'arbitraire, voire le péché d'orgueil, l’ὕϐρις (húbris) des anciens grecs.

Mais en attendant le jugement final sur les éventuelles fautes du chef, artistiques et autres (et que celui qui n'a jamais péché lui jette la première pierre), mieux vaut se limiter à enregistrer la chronique de ses bonnes œuvres, et ce Barbe Bleue penche résolument de leur côté, au même titre que l'éblouissante Clemenza di Tito de 2017 évoqué plus haut. Rarement cette partition aura été écoutée avec un tel degré de tension, animée d'un feu intérieur aussi puissant, comme si chaque seconde de la musique avait un poids équivalent à soixante mille secondes, à l'instar de ces molécules qui enferment un poids énorme dans une sphère subatomique. Tellurique, obsessionnel et obsédé, ce Barbe Bleue se déploie à travers une palette sonore saisissante, et donc à comprendre avec beaucoup d’attention, mate (formidable et très dévoué Gustav Mahler Jugendorchester, qui faisait pour l'occasion ses débuts au festival en tant qu'orchestre de fosse), complètement différente de la sensation luxuriante et Jugendstil qui, en 2008 (les sensations fortes permettent de conserver la fraîcheur des souvenirs), s'est déchaînée dans le Großes Festspielhaus par les Wiener Philharmoniker sous la direction de Peter Eötvös, et donc ici parfaitement en harmonie avec l'obscurité dominante qui inonde la scène.
Ce même jeu de contrastes que Castellucci développe entre le caché et le révélé, entre l'obscurité et la lumière aveuglante, entre l'apparent et le transcendant, Currentzis le rend présent dans le son par la même capacité de multiplier des effets qui, dans d'autres circonstances, pourraient être considérés comme un défaut, par la même recherche de l'incandescence suprême de chacun des moments qui, dans d'autres partitions (par exemple, l'Idomeneo raté de 2019), pourrait plus ou moins rapidement lasser l'auditeur, mais auquel Barbe Bleue, compte tenu de son extrême concentration, se prête peut-être.


Les solistes

Les deux solistes vocaux sont les pions d'une bataille qui se déroule à travers eux.

Aušrinè Stundytè (Judith)

Stundyté, confrontée à un rôle habituellement confié à des voix d'une tessiture inférieure à la sienne, s'exécute avec l'autorité et les instruments "réglementaires" de son rang de chanteuse-actrice suprême, dans une performance où, comme à son habitude, il est impossible de discerner l'aspect vocal du jeu d'acteur, car la déclamation du texte est la fonction même de son interprétation théâtrale. Avec toute son expressivité corporelle, elle se donne à concrétiser le rôle de la mère coupable que Castellucci conçoit, de manière à nous faire comprendre comment les portes qui s'ouvrent sont celles de son propre château autant ou plus que celles de Barbe Bleue, à travers l'intériorisation avec laquelle elle joue son rôle, dans les limites parfois balbutiantes d'un monologue qui est un dialogue avec ses propres fantômes, avec un je diffracté sinon brisé, plutôt qu'avec le lointain Barbe Bleue.
La Judith de Stundyté est une femme convulsée, désespérée, électrisée, une proche parente de sa Katerina de Lady Macbeth de Mzensk, de sa Renata de L'Ange de feu ou de la toute récente (et extraordinaire) Jeanne de Die Teufel von Loudun, avec lesquelles elle partage vocabulaire et grammaire, ou si l'on veut être malicieux, astuces.
Cependant, c'est peut-être Mika Kares qui fait la plus forte impression. Un chanteur qui a une certaine tendance à être monolithique, à proposer la présence purement physique de son instrument comme s'il s'agissait d'une évidence, trouve aujourd'hui un personnage qui convient à cette personnalité, ou une conception du rôle qui lui convient bien. La vaste salle de la Felsenreitschule devient l'espace dans lequel il peut faire résonner de manière impressionnante une voix sombre mais veloutée, d'autant plus imposante que ce son devient plus hermétique, plus mystérieux, plus passif. Comme s'il y avait une prémisse fondamentale qui rendait ce Barbe-Bleue-Kares incapable d'établir quoi que ce soit qui ressemble à une communication humaine, et donc particulièrement adapté à l'histoire de deux solitudes piégées dans un champ magnétique, ce qui est son histoire avec Judith.
À la fin de ce récit d'un voyage sans issue, le spectateur est épuisé, intellectuellement et émotionnellement. Mais encore, après une pause de dimensions bayreuthiennes, due à l'extrême complexité impliquée dans le changement du dispositif scénique et instrumental, nous devons affronter la deuxième histoire de la session, celle de l'eschatologie orffienne.

De temporum fine comoedia : Ensemble

De temporum fine comoedia

La première sensation qui s'impose immédiatement est celle du fossé qui sépare la partition de Bartók de celle d'Orff : après une heure de musique d'une telle intensité et d'une telle concentration, Orff a du mal non seulement à gagner la partie, mais aussi à retenir l'attention du spectateur, voire sa complicité. D’abord pour des raisons musicales, car en contraste avec la subtilité de la partition de Bartók, le style d'Orff a quelque chose d'un primitivisme ou d'un élémentaire qui n'est pas particulièrement attrayant, avec l'utilisation de cellules répétitives, la déclamation vocale (en grec ancien, en latin et en allemand), une utilisation massive d'instruments à percussion et (à l'exception des contrebasses) une absence, jusqu'aux dernières mesures, d'instruments à cordes. Et ensuite pour des raisons dramatiques, car contrairement à la structure claire de la composition de Bartók et de ses deux personnages monumentaux, celle d'Orff est une œuvre chorale, dépourvue d'un ou de plusieurs protagonistes clairement définis, dont le spectateur peut suivre les aventures avec une relative facilité, et avec la possibilité de s'identifier.

Cependant, le De temporum fine comoedia s'articule en trois parties facilement discernables, par le biais de la thèse, de l'antithèse et de la synthèse.

Les Sybilles

Le premier est le chant des neuf sibylles, qui annoncent sans relâche (et, à noter, avec une satisfaction mal dissimulée) la terrifiante et imminente fin du monde. La seconde est la réponse des Anachorètes (le contraste entre les principes féminin et masculin) qui, depuis leur confortable retraite dans le désert, s'éloignent du ton alarmiste du groupe précédent de "vieilles femmes aux cheveux gris" et annoncent que, comme Origène d'Alexandrie l'avait déjà expliqué, la fin des temps s'accompagnera de l'extinction ou de l'abolition du mal.
Le troisième, Dies illa, est en effet le jour de l'Apocalypse.
Nous assistons au spectacle d'une humanité terrifiée, désorientée, en appelant à la divinité sans trouver de réponse. Mais tout est bien qui finit bien : dans la section finale, Lucifer apparaît, proclame humblement sa culpabilité, en latin Pater peccavi bien sûr, et il y a réconciliation ou, si vous voulez, intégration des éléments du mal et de ceux du bien.
Dans cette production de Salzbourg, la coquetterie du régisseur, c'est le moment où Judith et Barbe Bleue, qui contre toute attente auraient aussi obtenu la Libération, font irruption comme de nulle part. il ne manque plus que Gianni Schicchi s'adressant au public et prononçant avec un sourire complice sa dernière phrase, concedetemi voi… l'attenuante.

Tout ceci, présenté avec le plus grand et le plus imperturbable sérieux, n'est pas, comme on pourrait peut-être le déduire, le matériau le plus léger et le plus pétillant, ni le plus apte à accompagner une digestion lente, ou même une chaude après-midi d'août.

De temporum fine comoedia

Mais même avec toutes ses faiblesses, la composition mérite une chance, ou du moins elle mérite, en ce qui concerne l'enfer et le purgatoire, de gagner la circonstance atténuante ; surtout lorsque, comme dans ce cas, elle est interprétée avec autant de conviction, d'enthousiasme et de concentration, par un orchestre d'une virtuosité et d'une vitalité redoutables, dont les dimensions l'obligent à occuper la galerie du côté droit de la scène (ce qui donne lieu à des effets sonores spectaculaires), par des chœurs d'une puissance et d'une précision rythmique admirables, et par un Currentzis qui reste dans un état de transe, et qui (une fois de plus) prend soin d'extraire le maximum de puissance expressive de chaque mesure, ce qui, dans ce cas, n'est pas une mauvaise chose. Si la scène d'ouverture des Sibylles surprend par le caractère tranchant des rythmes et les sonorités glacées,  faites d'acier, ce sont sûrement les passages cataclysmiques du Dies illa qui génèrent le plus grand impact, par l'intensité, presque la violence sonore atteinte, en combinaison avec les instrumentistes et les membres des différents chœurs déployés pour l'occasion.

L'œuvre, après tout, a une monumentalité qui la rend parfaitement adaptée à la manière du directeur musical et du metteur en scène : opéra-oratorio, avec une action fondamentalement rituelle, sur un thème sacré, qui s'écarte des thèmes et des formes traditionnels, une sorte de célébration sacrée en musique, Bühnenweihfestspiel si Wagner n'avait pas monopolisé le terme. Un domaine dans lequel Castellucci peut déployer la magie de son imagerie symbolique, sans être tenté de patauger dans la mare d'autoréférentialité qui a pesé sur certaines de ses travaux récents, se contentant de recréer les tableaux successifs à travers des images d'une beauté suggestive et d'un esthétisme raffiné, des images qui ont aussi la vertu de rendre (autant que possible) facilement lisible le parcours dramatique d'une œuvre, auquel il n'est sûrement pas nécessaire d'ajouter une couche supplémentaire de signification.

Le jugement final, en l'occurrence celui du public, est clair. Si l'expérience provoquée par l'opéra de Bartók nous a élevés au paradis, la seconde partie de la séance (que certains anachorètes et sibylles abandonnaient d'une manière aussi discrète qu'inavouable) doit rester pour l'instant au purgatoire.

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Antoine Lernez
Antoine Lernez aux lointaines origines hispaniques et très lié aux cultures latinoaméricaines, est juriste, spécialisé en droit international. Il parcourt donc le monde, et tel un autre Wanderer, il s’arrête quelquefois là où il y a un opéra, ce qui en fait un des meilleurs et des plus fins connaisseurs de l’art lyrique. Quelquefois, quand l’occasion fait le larron, il fait profiter Wanderersite.com de sa science par des articles fouillés.

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1 COMMENTAIRE

  1. J’avais assisté aux répétitions et à la création en 1973 avec Karajan.
    L’œuvre m’était apparue insauvable.
    Donc étonné de la voir associée à Bartok.
    Je n’achète pas de billets,mais croise Castellucci en
    Mai à Milan et qui dit aimer spécialement cette œuvre d’Orff.
    J’achète donc et sors à nouveau consterné par cette musique !
    Karajan et Orff ont sûrement sollicité Origene concernés qu’ils étaient par un passé luciférien.
    Chapeau à Castellucci pour son travail.Mais il me parait facilement impressionnable.
    Mais aussi des doutes maintenant sur ses goûts et ce que cela révèle.
    A.Louy

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